Arturo Alcalde Justiniani
El escenario del Informe presidencial, ya sea en el Palacio Legislativo o en el Auditorio Nacional, no debería ser centro de la atención pública; lo esencial es su contenido, la rendición de cuentas, comparar las promesas con los hechos. En el campo laboral, el análisis nos obliga a revisar las variables fundamentales: empleo, salario, administración de la justicia, reformas y propuestas para responder a necesidades del país, en general, y de la mayoría de la población, aquella que a la hora de los saldos siempre sale perdiendo.
El comportamiento del empleo durante la gestión de Felipe Calderón tiene varias lecturas. Si nos atenemos a los datos del desempleo abierto, observamos un incremento de 3.47 a 3.95 por ciento, situación que se agrava por el brutal crecimiento del empleo informal, a grado tal que más de la mitad de la población económicamente activa se encuentra en esa situación.
La creación de nuevas plazas, de acuerdo con la información del Instituto Mexicano del Seguro Social, presenta un repunte de casi 540 mil empleos. Comparado con el viejo reclamo de crear anualmente alrededor de un millón de puestos, este dato parece positivo; sin embargo, cuando entramos al análisis puntual, sobresale que alrededor de 60 por ciento de éstos son de carácter temporal y se ejercen en condiciones precarias. El Programa del Primer Empleo, tan publicitado por el gobierno federal, ha generado magros resultados por la baja aceptación entre los empresarios.
En materia salarial, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática reporta una inflación de 4.36 por ciento en este periodo; si bien no existen datos precisos sobre incremento salarial, atendiendo al aumento del mínimo en 3.9 por ciento (otorgado el pasado mes de diciembre), los trabajadores salen perdiendo. En el proyecto de presupuesto, de próxima entrega, podremos confirmar si esta injusta política salarial se redita.
La verdadera política laboral en el inicio de este sexenio se expone en la posición asumida por el Ejecutivo federal frente a los conflictos, en los cuales ha sido patente su alianza con el sector patronal. Por su dimensión, destacan tres. El embate de Grupo México contra los trabajadores mineros, que al inicio del sexenio parecía enderezarse, cuando la Secretaría del Trabajo, acatando una sentencia judicial, repuso a la directiva sindical ilegalmente depuesta. Con esas acciones se generaron expectativas de que este gobierno iba a doblegar a la soberbia empresarial y a crear condiciones para un ambiente recíproco de respeto, como ocurre en otras empresas del sector minero. Lamentablemente se repitieron errores pasados y se hizo causa común con los empleadores, transitando hacia un callejón sin salida.
El segundo caso es el golpe gubernamental a los sobrecargos de Mexicana de Aviación, quienes fueron afectados por la modificación de sus condiciones de trabajo, además de que se les negó toda acción legal para defenderse. La manera en que se resolvió este conflicto manda una señal peligrosa: el gobierno está dispuesto a retorcer la justicia laboral para apoyar a las empresas, sacando del cajón de los olvidos un expediente en desuso: los conflictos colectivos de naturaleza económica.
Esta actitud genera agravios que enturbian el escenario laboral, tan necesitado de reformas estructurales que favorezcan la concertación responsable, el sindicalismo honesto y la mejora sustantiva de los salarios y la seguridad social.
En tanto, el tercer caso fue la promoción de la nueva Ley del ISSSTE, que jamás podrá calificarse de acierto, simplemente porque engaña a los trabajadores prometiéndoles mejores pensiones, cuando en los hechos convierte a las aseguradoras privadas en los principales beneficiarios. La reforma se pudo plantear de manera distinta si hubiera prevalecido el interés social. Se optó por la visión privatizadora que ha generado una rebeldía inesperada: más de la mitad de los 2.4 millones de afiliados al instituto expresaron su oposición a la reforma por la vía directa o mediante amparos. Cuatro meses después, muy pocos creen en las campañas del gobierno. Cada día se acredita, incluso con datos de organismos internacionales, que los impugnadores de la ley tenían razón, al menos en sus argumentos centrales.
Evaluar al gobierno en materia laboral obliga a revisar cuáles son sus verdaderos intereses y alianzas, y ayuda a ubicar en quiénes se apoya para tomar las principales decisiones y diseñar sus planes futuros. Desafortunadamente, siguen siendo, por un lado, el sector empresarial más duro y, por otro, el sindicalismo corporativo y sus liderazgos anquilosados. Esta área parece ser su mayor debilidad, pues explica la ausencia de iniciativas para defender el valor del trabajo frente a embates tan evidentes como la subcontratación, la simulación de las llamadas empresas de servicio y la creciente tendencia a la precarización laboral.
Bien sabemos que México se ha quedado, en lo general, rezagado frente a muchos otros países en materia de crecimiento, competitividad, gasto social y, sobre todo, cohesión social para compartir un proyecto común.
Al margen de su actuación concreta, el Ejecutivo federal debe explicitar la política laboral que aplicará en el futuro. Se ha archivado el lenguaje superfluo de la “nueva cultura laboral”, tan pregonada por su antecesor; se han dado pasos en favor de la transparencia en materia de información laboral, pero los retos fundamentales no pueden seguir soslayados, especialmente la reforma institucional que permita, como en muchos otros países, mejorar los niveles de protección, haciéndolos compatibles con los ajustes y la flexibilidad del mercado. No hay acciones ni planes alentadores, a pesar de que el campo laboral es un área de oportunidad para reducir el encono social, producto esencial de la creciente inequidad.
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