¿Adónde va México?
El jueves pasado participé en la presentación de una antología de artículos políticos de don Adrián Lajous Martínez, preparada por sus hijos para el Fondo de Cultura Económica. Transmito al lector algunos párrafos de mi intervención.
En 1994, Lajous se pregunta para dónde va México. No era para menos. Habíamos transitado del alzamiento zapatista en Chiapas al asesinato de Luis Donaldo Colosio, y nos esperaba una elección reñida y conflictiva. Estaba por venir el crimen político con el que cerraríamos ese año terrible: el de Francisco Ruiz Massieu. Entonces, nuestro autor decía:
“Temo que ahora estemos iniciando otra época de dispersión de los estados. Cuando menos hay crecientes fuerzas centrífugas compitiendo con las centrípetas… No está por demás preguntarnos si la violencia física y verbal que está creciendo en México puede ser presagio de una descomposición nacional… creo que debemos preguntar si no estamos entrando en un proceso de fermentación interna que nos dejaría vulnerables a la disolución de los lazos que han unido a norte, centro y sur, a pobres y ricos; a más y menos desarrollados; a los que se quedaron en el siglo XVI y a los que comen ansias para que llegue el siglo XXI.
“Sea cual fuere el origen del palpable malestar, tenemos que dirigir nuestros esfuerzos a apuntalar las instituciones, buscar la concordia, evitar las amenazas. Lo menos, lo menos que debemos hacer es repensar la situación. ¿Para dónde va México? Quién nos puede dar mayor garantía de reordenar un país en peligro?”
Pasan los años, poco más de 13, y vivimos peligrosamente. Las cúpulas de la Iglesia, la empresa y la riqueza decidieron declarar una lucha de clases so capa de salir al paso del populismo y ahora, sin cauce, como en estampida, el conflicto social se desenvuelve sin que el sistema político encuentre una forma eficiente de modularlo y ofrecerle los anillos necesarios para restablecer esa cohesión perdida que Lajous ya echaba de menos en 1994.
“Despacio que tengo prisa”, proponía cuando de atacar la pobreza extrema se trataba. Su fatalismo antropológico es atendible, pero lo que hoy sobresale es una desigualdad aguda que, junto con la carencia masiva, se ha urbanizado, para determinar un contexto sociológico y sicológico hostil, renuente a todo gradualismo que no aparezca dispuesto a acelerarse.
Por esto y más, la pregunta vale: ¿Adónde vamos? Tal vez, una de las claves para abordarla esté en su esclarecedora y adelantada pieza sobre “La nueva clase gobernante”. “Divorciada del pueblo”, añadía en la cabeza del artículo. Hay, decía el autor, un cambio en la composición de los cuadros del gobierno en favor de egresados de universidades privadas “Este cambio es visto por algunos con orgullo y satisfacción, y por otros con tristeza y recelo. El hecho es que todo apunta a que pronto seremos gobernados principalmente por gente que no habrá tenido ningún contacto con el pueblo.
“Algunos de los nuevos superricos se han dedicado al consumo conspicuo. Sus hijos de entre 14 y 18 años están empeñados en demostrar la riqueza familiar. Desprecian a los ‘nacos’ y a los pelados. La actitud de algunos de ellos se revela en frases como: ‘los pobres, que se pudran’ ¿Qué podremos esperar de estos herederos plutocratitas cuando salgan de las universidades privadas, listos para gobernarnos?”
Años antes, en 1985, Lajous habló sobre las distancias entre los sueldos de los funcionarios y los salarios mínimos. Este apunte refería ya a una parte crucial del problema planteado sobre el futuro del país y el papel de su clase gobernante. “En México –informaba–, los secretarios de Estado ganan 59 veces más que las personas que reciben el salario mínimo. En Estados Unidos hay un grado mucho mayor de igualdad. El secretario que más gana es el secretario de Estado. El máximo que ese funcionario puede ganar es un múltiplo de once veces el salario mínimo de ese país”.
Poco más de 13 años han pasado desde que el autor se preguntara por el país y su futuro, así como por la forma que adoptaría el gobierno con una clase gobernante formada por ricos y riquillos. Esos muchachos que agredían a transeúntes en Tecamachalco y las Lomas forman filas ya en las oficinas gubernamentales o en los despachos donde se firman los contratos y se facilitan las compras de empresas, firmas, gasolinerías o ductos. Pero su lenguaje, si lo juzgamos por las políticas que propician y los problemas que soslayan, o de plano buscan ocultar, es el mismo que el autor reseñaba: los pobres, “que se pudran”.
Lo que emergió en estos años en que todos nos volvimos demócratas es una especie de frenesí para olvidar la herida que marca nuestra historia y que las crisis y el cambio globalizador han profundizado: una desigualdad vuelta costumbre y ahora cultura de las clases dominantes. Tal vez sea esta amnesia, convertida en conducta política y del Estado, la que explique por qué estas clases pueden dominar e imponer, pero no gobernar. Por qué la pregunta de Lajous sigue sin poder ser respondida.
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