José Steinsleger
Frente a los esfuerzos humanitarios de varios gobernantes y políticos de América Latina y Estados Unidos para rescatar a los rehenes cautivos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la respuesta de la Casa Negra fue categórica: guerra.
En menos de 15 días, la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, saltó de Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos) a Bogotá para refrendar el apoyo del imperio al presidente Álvaro Uribe, líder de los narcoparamilitares. En el ínterin, el almirante Michael G. Mullen, comandante del Estado Mayor Conjunto, se entrevistó en el país sudamericano con el ministro de Defensa, José Manuel Santos.
Tal es la importancia de Colombia en el escenario mundial, cosa que muchos intelectuales y dirigentes políticos no ven, o no quieren ver. Finalmente, la cereza sobre el pastel: el lunes 28, una corte federal del Distrito de Columbia sentenció a 60 años de prisión a Simón Trinidad, comandante de las FARC que fuera detenido en Quito a inicios de 2004, y extraditado por Uribe a Estados Unidos dos años después.
Los alegatos de la corte no tienen desperdicio. El juez Royce Lamberth dijo que si fuera por la ley estadunidense, Trinidad hubiera recibido cadena perpetua, pero la pena se limitó a 60 años “porque así lo estipula la pena máxima por ley colombiana, y eso fue respetado por un convenio entre ambos países” (sic).
Trinidad fue sentenciado por “… colaborar en el secuestro de las personas que forman parte del grupo que el gobierno colombiano busca liberar mediante un acuerdo de canje humanitario con los revolucionarios”. El magistrado se refería, únicamente, a Marc Gonsalves, Thomas Howes y Keith Stansell, los tres agentes de la CIA que el 12 de febrero de 2003 viajaban a bordo de una avioneta abatida por fuego de las FARC.
El juez de la nación que asesinó a 600 mil civiles en Irak calificó el hecho de “bárbaro”, añadiendo: “Este crimen de conspirar para secuestrar a tres estadunidenses es un acto de terrorismo” (sic). Naturalmente, no se preguntó qué hacían los tres agentes de la CIA en Colombia. Posiblemente pensó que estaban librando la “guerra contra las drogas”.
El año pasado, en Estocolmo, el abogado estadunidense Paul Wolf, defensor de los derechos humanos, demostró en un foro las patrañas del primer juicio contra Simón Trinidad. La fiscalía utilizó a 21 y 30 testigos, al tiempo de impedir que la defensa presente uno solo. Uno de estos “testigos”, la informante Rocío Álvarez, recibía un pago de 15 mil dólares mensuales durante un año, por su testimonio.
Entonces, el primer acto oficial del nuevo canciller de Colombia, Fernando Araújo Perdomo (quien sustituyó a su antecesora en el cargo, María Consuelo Araujo, luego que se viera obligada a renunciar por sus nexos con los paramilitares), fue a llamar a la embajadora de Suecia en Bogotá, Lena Nordstrom, para intentar evitar esta reunión. La señora Nordstrom le recordó al canciller que en Suecia la gente tenía el derecho de la libertad de palabra.
“Como un abogado de la defensa yo voy directo a la cárcel si le pago dinero a un testigo. Sin embargo, el gobierno utiliza testigos pagados en cada juicio de este tipo”, observó Wolf.
Ahora, las increíbles consideraciones del juez Lambert contrastan con las diligencias de tres congresistas demócratas que, en Bogotá, manifestaron el día 14 del presente su disposición a reunirse con las FARC.
Se trata de los parlamentarios James McGovern, buen conocedor de la realidad colombiana; William Delahunt, jefe del sucomité que el año pasado organizó en el Capitolio una audiencia para investigar el papel de la bananera estadunidense Chiquita Brands en el financiamiento de los grupos paramilitares, y George Millar, quien monitorea los supuestos avances de Uribe frente a los derechos humanos, así como la persecución a los sindicalistas colombianos.
La última vez que un alto funcionario estadunidense se reunió con un dirigente de las FARC fue en diciembre de 1998. Phil Chicota, subsecretario de Estado encargado de la Región Andina, se sentó junto al comandante Raúl Reyes en Costa Rica, en vísperas del despeje ordenado por el entonces presidente Andrés Pastrana, en unas frustradas negociaciones de paz.
El 28 de febrero de 1999, Enrique Santos Calderón, codirector de El Tiempo de Bogotá, escribió: “Después de la certificación plena que tan generosamente nos ha concedido Washington, ya no queda mayor duda de que el problema de la droga tiene mucho más que ver con la política-política que con consideraciones de salud pública, adicción juvenil, consumo masivo o inquietudes semejantes”.
Los 50 comandantes del Estado Mayor de las FARC están acusados en Estados Unidos como miembros de una “gigantesca conspiración de cocaína”. No obstante, las autoridades federales no reparan en que si tal fuese la realidad, las FARC no andarían por el monte tratando de derrocar al gobierno de Uribe. Simplemente, lo controlarían en “democracia y libertad”… como Uribe.
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