Carlos Fazio
México vive una aguda lucha de clases. La actual disputa en torno al petróleo, que confronta a privatizadores y nacionalistas, exhibe el problema de manera descarnada. Continuación de la pelea en torno al fraude de Estado electoral, el conflicto sobre la privatización de Petróleos Mexicanos expone, en definitiva, la disputa entre dos proyectos de nación dentro de los marcos del sistema.
La primera fase de la lucha en torno a la contrarreforma energética de Felipe Calderón desnudó la renovada alianza de clases de los partidarios del status quo y el inmovilismo; de quienes se oponen a todo cambio social y al pensamiento crítico y solidario. Y como tantas veces antes en el pasado reciente, dicha alianza clasista se movió, en términos de propaganda, en dos terrenos interrelacionados, complementarios y, en rigor, sincronizados: el de los intelectuales orgánicos del sistema y el de la guerra sucia mediática patrocinada por la derecha más reaccionaria. En ambos casos, el escenario principal de la campaña de manipulación e intoxicación propagandística fueron los medios electrónicos bajo control monopólico, Televisa en primer lugar. Sin embargo, la prensa escrita también jugó papel destacado, sobre todo en las secciones de opinión.
El blanco de la campaña fue el mismo que desde 2002, atravesando por los videoescándalos, el desafuero y la guerra sucia electoral, tiene inquieta a la oligarquía y llega hasta nuestros días: Andrés Manuel López Obrador, estigmatizado entonces como populista radical, mesías tropical, hombre autoritario y violento, y caricaturizado ahora como fascista, nazi y golpista, entre otros epítetos y trucos retóricos fuera de toda proporción y objetividad.
En el fondo, la reacción de la cúpula empresarial, la ultraderecha corrupta y sus papagayos mediáticos no se reduce a señalar a AMLO como “un peligro para México”. El verdadero temor de la plutocracia gobernante, sus aliados priístas y los intelectuales políticamente correctos guarda relación directa con el avance de la conciencia popular, las masivas acciones de la resistencia civil pacífica contra el fraude electoral y en defensa del petróleo y el surgimiento de distintas formas de organización horizontal en todo el territorio nacional.
Si a ello se le suma la existencia en México de otras fuerzas antisistémicas, algunas de carácter armado (EZLN, EPR, ERPI), se comprende por qué el régimen recurre de manera persistente a la mentira, la falsificación de la información y al terrorismo mediático, en el contexto de una guerra contrainsurgente en ascenso.
La cúspide de la campaña mediática fue un espot difundido en horarios estelares de Televisa, donde se comparó la toma de las tribunas en el Congreso por legisladores del Frente Amplio Progresista con acciones encabezadas por Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Augusto Pinochet y Victoriano Huerta. Por medio de una secuencia de imágenes, esos anuncios pretendieron equiparar a López Obrador con los personajes mencionados, mientras se afirmaba que, con la “clausura” del Congreso, la “democracia” mexicana y la “paz” estaban en peligro. Un insulto a la inteligencia, o una forma falaz y absurda de sembrar miedo y alimentar el encono y la polarización social.
La liga directa del Partido Acción Nacional con los promotores visibles de los espots de propaganda negra (entre ellos los neofascistas Guillermo Velasco Arzac y José Antonio Ortega, quienes en colusión con el genocida presidente de Colombia, Álvaro Uribe, presentaron además una denuncia penal por “terrorismo internacional”, ante la Procuraduría General de la República, contra Lucía Morett y 15 mexicanos más, cuatro de ellos asesinados en el Sucumbíos ecuatoriano), no dejó duda sobre quién fue, en realidad, el autor intelectual de la nueva campaña de odio: el gobierno de Felipe Calderón. Una vez más, el respaldo público del Consejo Coordinador Empresarial al régimen desnudó el carácter de clase de la nueva guerra sucia mediática.
John M. Ackerman recordó en estas páginas que el fascismo es una ideología basada en la razón de Estado y la fidelidad total al jefe de la nación, que utiliza la violencia y la propaganda para generar un clima de miedo y odio contra los “diferentes”. Y no es precisamente López Obrador quien se ha acercado en los últimos años al fascismo, sino los gobiernos del PAN y los grandes monopolios privados, legitimados por la jerarquía conservadora de la Iglesia católica e intelectuales áulicos que viven de la teta del poder.
Con un agregado: igual que ocurre en Colombia, Venezuela, Ecuador, Argentina y Bolivia, el nuevo laboratorio mediático de abril en México forma parte de la “guerra de cuarta generación” impulsada por la administración Bush en el marco de su lucha contra el “terrorismo” (como sustituto del viejo fantasma comunista).
El concepto, acuñado en 1989 por William Lind del Pentágono, abarca la guerra asimétrica, la guerra sucia, el terrorismo y la propaganda, en combinación con estrategias no convencionales de combate que incluyen la cibernética, el control de población y la política.
Asociada a la guerra sicológica, la generación de matrices de opinión falsas y negativas, mediante el reciclamiento de mensajes fabricados que son difundidos en la gran prensa internacional, permite librar batallas que se resuelven sin fusiles. Las grandes unidades militares son remplazadas por pequeñas unidades mediáticas que montan grandes operaciones de prensa que buscan determinada reacción de la sociedad. Con una ventaja central: a la familia Santos del diario bogotano El Tiempo, y a Emilio Azcárraga Jean, de Televisa, no hay que engañarlos o convencerlos. Son herramientas dóciles, porque sus intereses económicos y de clase coinciden con los objetivos de las guerras sicológicas de Washington.
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