León Bendesky
El quehacer político exhibe hoy graves vacíos. Dos de ellos son sobresalientes: uno, el del ejercicio del gobierno general del país; el otro, el de lo que aún se considera la “izquierda” partidaria en la oposición.
El gobierno federal y su partido, el PAN, no han logrado encauzar la política ni la acción pública en una dirección que haga posible establecer los principios de los acuerdos nacionales más esenciales. Esos acuerdos son necesarios para empezar siquiera a salir del estancamiento productivo; para superar una situación de estabilidad financiera que se ha vuelto un factor que somete y no impulsa la dinámica de la economía; para promover un mayor bienestar social, reducir en alguna medida la desigualdad y detener la migración; para conseguir la seguridad pública, misma que fijó como objetivo central al inicio del sexenio, y, en fin, para alentar un entorno de concordia tal como es la obligación de quien gobierna responsablemente.
En prácticamente la mayor parte de las situaciones recientes y en muy diversos frentes, Felipe Calderón y el PAN, desde Germán Martínez, su dirigente nacional, hasta sus representantes en el Congreso, han actuado al contrario, provocando la discordia.
La izquierda partidaria ha optado por devaluarse de una manera consciente, que hasta parece premeditada. Ha ido tirando por la borda las ganancias obtenidas en las pasadas elecciones que, más allá de las fuertes disputas que se generaron, la habían convertido en la segunda fuerza política nacional. No ha sido capaz de capitalizar esa ganancia. Y, como bien se sabe, es más fácil hacerse de un capital que retenerlo.
El PRD se desgarra en una lucha interna que muestra la imposibilidad de superar los intereses de las facciones que lo componen y colocarse como una fuerza política decisiva.
No puede ver más allá de sus narices, no advierte su propia imagen en el espejo de la política. Esto representa una debilidad conceptual e ideológica, aparece como un trauma de carácter colectivo que orilla a cometer un haraquiri en público. No es esto lo que esperaban quienes votaron por ese partido en 2006, y así el PRD sólo puede perder la atracción que logró crear entre los votantes en aquel momento.
En medio queda el PRI. Los vacíos no permanecen, sino que tienden a llenarse. Puede parecer una ironía de la historia que luego de perder la Presidencia en 2000 y de que obtuviera el tercer lugar en las elecciones de 2006, ahora tenga una posición privilegiada en el terreno legislativo, donde opera como bisagra y mantiene una posición de fuerza efectiva frente al gobierno de Felipe Calderón. Igualmente retiene el control de gobiernos estatales y municipales y puede ampliar su dominio en las elecciones de medio término en 2009.
Tal vez no sea ninguna ironía, sino una manifestación concreta de las condiciones sociales que prevalecen en el país, de la forma en que se hace política, del modo en que se expresan los intereses y el poder económico que se han mantenido incólumes en medio de lo que se ha llamado la transición democrática. La expresión de la resistencia real del poder económico frente a las instituciones y la ley es cotidiana, la complacencia del gobierno también.
La responsabilidad de la izquierda partidaria es muy grande y los hechos muestran que se debilita como opción política, una alternativa viable al caos prevaleciente. Incapaz de llenar el vació político contribuye, en cambio, a agrandarlo; cede espacio político y se comprime con rapidez.
No es bastante, aunque sea necesario, forzar un debate legislativo sobre un tema crucial como la reforma energética. Tomar la tribuna tiene límites como práctica política. También los tiene como un método para atraer a los votantes. El costo político es muy alto y sin votos no tiene sentido ser un partido, menos aún pretender en serio alcanzar el poder.
Más allá del debate de si el asunto de la tribuna es ridículo o no, es insuficiente. En verdad el ridículo fue de todos los involucrados. Hasta ahora el PRD no ha expuesto una propuesta propia no sólo con respecto a Pemex, sino, de modo más relevante, no ha hecho una oferta factible de reforma energética integral indispensable en términos de la política interna y del entorno global. Esa deficiencia es un síntoma de su propia crisis y de su propia posición en el curso que lleva el país.
Mientras queda todavía por ver su eficacia en el campo legislativo, la bronca interna del PRD lo deja sumamente expuesto. La izquierda partidaria debería ser protagónica en otro sentido preferentemente: encarar las cuestiones en las que el gobierno padece de una incapacidad crónica y una falta de liderazgo. Piénsese, por ejemplo, en una reforma fiscal en serio, un cambio en las prácticas judiciales, una reforma energética profunda, una transformación radical del sistema educativo y de investigación científica, la atención de la salud y de las condiciones de vida de una gran mayoría de la población.
El riesgo es que la izquierda partidista se convierta en una expresión conservadora como la misma a la que dice oponerse en su versión panista y priísta. Los contrarios tienden a atraerse y en política no hay sustituto para una visión amplia de la sociedad en que se actúa. La posibilidad de volverse irrelevante está ya al alcance de la mano del PRD.
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