Narco y corrupción, hermandad que no se extingue
Desde la cúspide del poder, Felipe Calderón la acusó, la juzgó y la sentenció: era el enlace de los cárteles mexicanos con los grandes capos colombianos. Apenas detenida, sin juicio alguno de por medio, el Presidente de la República llegó a decir que era una de las delincuentes más peligrosas de América Latina. Sandra Ávila Beltrán fue condenada de antemano por obra y gracia del autoritarismo presidencial. Recluida desde hace un año en la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, en el Distrito Federal, la llamada Reina del Pacífico –apodo que, según ella, le impuso la PGR– aceptó una prolongada serie de entrevistas con Julio Scherer García –dos visitas a la semana durante varios meses, horas y horas y horas de grabación– en las cuales, a golpe de preguntas, detalló su vida personal, inmersa en la sociedad del narco, sus relaciones con hombres célebres de ese mundo y afirmó, porque lo puede afirmar con las vivencias y testimonios a flor de memoria y de epidermis: los capos y las autoridades corruptas entrecruzan sus vidas y a través de su perversa hermandad explican por qué el narcotráfico es fuego que no se extingue. De La Reina del Pacífico: es la hora de contar, el nuevo libro del fundador de Proceso, que la editorial Random House Mondadori pone en circulación en estos días, extraemos los fragmentos que adelantamos en estas páginas.
Sandra Ávila Beltrán ha vivido como ha querido y ha padeci-do como nunca hubiera imaginado. En los extremos se han tocado la riqueza y la muerte. Ahora habita en la cárcel, soez el concreto negruzco de los muros que cancelan el exterior; soez el lenguaje; soez su estridencia; soez la locura que ron-da; soez el futuro como una interrogación dramática. En la sala de juntas del reclusorio femenil de Santa Mar-tha Acatitla, la Reina del Pacífico iría dando cuenta de su vida. A lo largo de sus 44 años ha escuchado ráfagas de metralleta que no logra acallar en los oídos; ha escapado de la muerte porque no le tocaba morir; ha galopado en caballos purasangre y ha llevado de las riendas ejemplares de estampa imperial que siguen La Marcha de Zacatecas; ha jugado con pulseras y collares de oro macizo, se ha fascinado con el esplendor de los brillantes y el diseño surrealista de piedras inigualables; de niña, entrenada al tiro al blanco en las ferias, ya mayor ha manejado armas cortas y armas largas; ha disfrutado de las carreras parejeras, las apuestas concertadas al puro grito sin que importe ganar o perder; ha participado en los arrancones de automóviles al riesgo que fuera y ha bailado los días completos con pareja o sin pareja. Absolutamente femenina, dice que le habría gusta-do ser hombre. Por escrito, yo había solicitado del licenciado Anto-nio Hazael Ruiz, director de los reclusorios de la ciudad de México, autorización para reunirme con la señora. La había observado durante su presentación en la tele el día de su captura y había escuchado a un locutor que aludía a su sonrisa, sonrisa cínica, según dijo. Periodismo gratui-to, pensé. Más tarde, El Universal había anunciado en su prime-ra plana una entrevista espectacular, a cuatro columnas la fotografía de Sandra Ávila. El diario desplegaba la exclusi-va con alarde, momento en que di por perdido el proyecto que ya me encendía. Sin embargo, el periódico engañaba a los lectores. Resul-taba evidente que la entrevista no había tenido lugar y el tex-to, dividido en tres partes sucesivas, con titulares en primera plana, se ocupaba del personaje a distancia, de oídas. No retuve algún dato interesante, una descripción viva, algún diálogo que valiera la pena.
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En la sala de juntas del reclusorio, aguardaba junto con la directora y algunas otras personas la presencia de la mujer tan famosa, de antemano convencido de su espectaculari-dad. Mientras hablábamos sin conversar y bebíamos café para distraernos, la directora fue informada: –Me dicen que se está acicalando, que no tarda. Vestida con el obsesivo color de las internas en proce-so, café claro, se adentró en el salón, pausada, los pasos cor-tos. Tomó la iniciativa y nos saludó de mano, uno a uno. La miré a los ojos oscuros, brillantes, suave la avellana de su rostro. Me miró a la vez, directa, sus ojos en los míos. Con el tiempo llegamos a bromear:
–El que pestañee, pierde. El cabello, carbón por el artificio de la tintura, descendía libremente hasta media espalda y los labios subrayaban su diferencia natural: delgado el superior, sensual el de abajo. Observada de perfil, la cara se mantenía fiel a sí misma. De frente y a costa de la armonía del conjunto, un cirujano plás-tico había operado la nariz y errado levemente en la punta, hacia arriba. De estatura media, apenas morena, sus grandes pechos sugerían un cuerpo impetuoso. Desde su cintura, las líneas de Sandra Ávila correspondían a la imagen de una mujer en plenitud. La señora calzaba sandalias, de rojo absoluto las uñas de los pies. Fue incierta la primera entrevista. El tema que nos reunía era el narcotráfico, pero la palabra no llegaba a la sala de juntas. Yo no quería precipitarme y mencionar antes de tiempo la soga en casa del ahorcado, pero temía un silencio embarazoso que enfriara un ambiente que deseaba calentar. Hablé de los crímenes cruentos y los incruentos, los asesi-nos sañudos, la sangre eternamente limpia de las personas queridas. Hablé también de la impunidad, las insólitas for-tunas personales y la corrupción de empresas descomunales que privan a la sociedad de escuelas, hospitales, caminos, seguridad. Sandra Ávila, su figura dominante más allá de las pala-bras, dijo:
–En México hay mucha violencia y no creo que el gobierno pueda acabar con ella. La violencia está en el pro-pio gobierno.
La opresión de la cárcel, sin escapatoria el tema circular que impone, me llevó a preguntar a Sandra Ávila si había leído Cárceles, un libro que escribí en 1988. El tema venía a cuento.
–No. De usted apenas me estoy enterando.
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El peral sabe de las peras que maduran en sus ramas y San-dra Ávila sabe de los perales del narcotráfico. Pertenece a ese mundo y participa del mundo de los judiciales, los mili-tares, los políticos. Unos y otros, los hombres del orden y los de la delincuencia, viven vidas que se cruzan y han ter-minado por formar una única vida desgarrada. Se saludan, conversan, concurren a las mismas reuniones, se agreden entre sí y terminan matándose, espectáculo a la vista de todos, como en el cine. El encono se da entre fuerzas que no ceden. Los que gobiernan desde el poder cuentan con las cárceles de máxi-ma seguridad, la amenaza permanente de la extradición, la institución del Ministerio Público, el monopolio de la repre-sión. Los narcotraficantes poseen el dinero. Más, siempre más, hace posible que de un día para otro dejen el anonima-to, la vida gris rata sin señoras que todos miren. Los bienes de la tierra son para su ego y también para regalos gran-des, mansiones, carros y más carros, joyas y más joyas. Ahí está Osiel Cárdenas Guillén, ejemplo sobresaliente. El 10 de mayo enviaba a Matamoros, su ciudad natal, montañas de obsequios para las madres: refrigeradores, televisores, estufas, planchas, vestidos, abrigos y hasta Mercedes y BMW para las ganadoras de rifas excitantes, como los duelos del amor pro-pio. En Navidad, las toneladas de juguetes eran para los niños. Osiel hizo su fortuna en pocos años. Nació pobre el 18 de mayo de 1967 y ya muchacho se desempeñó como ayu-dante de mecánico, mesero y empleado de una maquilado-ra. A los 30 años fue el hombre más buscado por la Agencia Antinarcóticos (DEA, por sus siglas en inglés) y cuatro años después viajó encadenado a Estados Unidos sin un dólar y con fama de hombre sanguinario. Dice Sandra Ávila que fue un líder y lo sigue siendo, el único que, aun preso, conserva el poder intacto entre los suyos. Rafael Caro Quintero es otro ejemplo de riqueza y popularidad, promiscuo para el amor, dotado como un semental. Cerca de la gente, lo mismo en los bailes que en el cementerio, romántico, enamorado, se quitaba lo que lle-vaba puesto para dárselo a quien se lo pidiera. Cuenta la Reina del Pacífico:
–Yo lo admiraba por ayudar a su gente, era noble y espléndido con los suyos. Líder también, protector de su familia.
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