martes, septiembre 02, 2008
Turismo para esclavos
Michel Balivo
(Inmortal libertad)
Hace cinco o seis mil años y hasta unas pocas decenas de años atrás, comprar, vender, tener esclavos o muchas mujeres no era un problema moral o de conciencia, sino de producción, de poder mantenerlos, alimentarlos, transportarlos. O en todo caso hacerlos trabajar hasta su agotamiento y extinción, disponiendo de los suficientes para poder sustituir a los ya inútiles. Esa es una sensibilidad, un modo de expresarnos, sentirnos y concebirnos a nosotros mismos, a la humanidad, a la vida.
El desarrollo de sofisticadas tecnologías es una cosa maravillosa. A cierto punto nos permite exportar e importar a todos los pobres como mano de obra ávida de alimentos y sueños de bienestar y felicidad. O adherir a los TLC para vender o alquilar esa mano de obra barata disponible, para importar capitales ávidos de ganancia.
Si las tecnologías siguen evolucionando, pronto podremos elegir si deseamos expatriar a todos los pobres a otro planeta o en su defecto irnos los que vivimos de sus necesidades, ignorancia y trabajo. De todos modos podemos controlarlos a distancia con poderosos y sugestivos medios de comunicación, y siempre encontraremos entre ellos algunos dispuestos a ser capataces por unos espejitos de colores que los hagan sentir superiores al resto.
De ese modo hemos modificado todo el paisaje de nuestro mundo varias veces para en el fondo no cambiar nada realmente significativo, porque tras todas las cambiantes apariencias continúa la misma esclavitud de hace miles de años. Solo hemos sofisticado los medios de sugestión y represión, pero logrando una muy pobre movilidad respecto a aquella sensibilidad.
Sin embargo, no todo es blanco o negro, porque en el corazón de la humanidad habita el inmortal impulso de la libertad. Es paradójicamente ese deseo de ser libre, (de las necesidades de nuestro cuerpo dependiente de su entorno natural por ejemplo, y del trabajo, del esfuerzo necesario a satisfacerlas), lo que nos impulsa a buscar modos de desplazar ese esfuerzo a otros y concebir tecnologías que ahorran energía.
Por eso cíclicamente rebrotan movimientos libertarios, con la particularidad de que a diferencia de las luchas palaciegas entre deseos de poder de los que mandan, suceden simultáneamente en todas partes del planeta, con lo cual testimonian que es el corazón humano su fuente. Vivimos uno de esos ciclos en que una nueva sensibilidad irrumpe desde lo profundo.
Para la inercia y el escepticismo de los hábitos y creencias imperantes, esa irrupción siempre resulta inesperada y difícil de creer, tanto para los que dominan como para los dominados. Y es que en principio, si bien todos experimentamos, sentimos esa nueva o emergente sensibilidad, cada uno la interpreta según la continuidad de sus propios hábitos e intereses.
Por eso los cambios realmente significativos, los que afectan a toda la humanidad sin distinciones de clases ni de sexos, son muy difíciles de discernir. Porque proviniendo de lo profundo y esencial, trascienden las diferencias geográficas, climáticas, las distancias, las diferencias socioeconómicas y culturales que la historia humana va tejiendo en sus intentos de libertad creciente de elección.
En estos tiempos y sensibilidades tan particulares y a flor de piel, los casilleros de realidad, los hábitos y creencias que nos llevan a decir que “así son las cosas y todo el resto solo son ingenuos e irrealizables sueños y utopías”, comienzan a mostrarse como lo que realmente son. Tendencias, inercia grabada en memoria por la repetición de conductas en una dirección.
Toda inercia, toda tendencia, todo tropismo tiene una carga acumulada en una dirección, que nos impulsa y hace más fácil y posible la repetición que el cambio. Pero no por ello es “la realidad” ni el modo en que inevitablemente suceden las cosas. Simplemente la inercia acumulada de los hábitos y creencias ejercitadas como formas de vida, exige conciencia y voluntad sostenida para superar su resistencia.
No es un problema moral, de ser bueno o malo, sino de disponer de la energía íntima necesaria a que esas intenciones y deseos de cambio no se queden a nivel de sueños o ideologías, sino que tengan la suficiente fuerza y permanencia para convertirse en conductas que se abran camino hacia el mundo, transformando el paisaje cotidiano.
Nada de lo que decimos es ajeno a nuestra experiencia de vida. Hablamos durante un siglo de derechas e izquierdas, (que al igual que la libertad, tuvieron diferentes contenidos y significados a lo largo de nuestra historia, según las circunstancias opresivas que nos tocara enfrentar y resolver).
Pero pese a todas las ideologías de que disponemos, y que ingenuamente por hábito y repetición hemos llegado a considerar con categoría de realidad, hoy que las circunstancias habituales comienzan a cambiar, los de supuesta izquierda saltan alegremente la cerca para llamarse de centro derecha, pues resulta más conveniente para mantener los privilegios ganados en tal ejercicio.
Mientras que en la reciente Cumbre en Tegucigalpa, en que Honduras adhería al Alba, el presidente Zelaya, de trayectoria política en partidos conservadores, inició el acto con la canción del Ché Guevara y dijo con buen humor, que si su declaración de desplazar su gobierno al “centro izquierda” preocupaba y le parecía peligroso a algunos o muchos, pues que le quitaran lo del centro.
Entonces, ¿dónde quedan los casilleros estáticos de la realidad y el consabido “así son las cosas”? ¿Donde quedan los buenos y los malos, los indios y los vaqueros o los nazis opresores y los yanquis liberadores de Hollywood? Quedan atrás, como hábitos y creencias ya desbordados por una nueva intensidad y sensibilidad.
Como una instancia sicológica y una etapa histórica de difusa vitalidad ya superada. Ahora la nueva vitalidad, la mayor disponibilidad energética, el entusiasmo que se comienza a percibir por todas partes, desborda esas creencias estáticas y da una nueva movilidad a todos esos contenidos, resultando cada vez más imprevisible lo que cada persona y sociedad hará.
¿O no es cada vez más evidente que pese a sus recursos de todo tipo, últimamente nada les sale como esperaban a los que se creían eternos dominadores por derecho divino o lo que fuere? Nuestra historia es un silencioso testimonio de la inmortal libertad que mora en nuestros corazones. No es que nuestra libertad se parezca a la alegoría del ave fénix, ni que tal alegoría sea solo una ingenua y romántica expresión de deseo.
Sino que es la representación de hechos humanos que renacen una y otra vez sin fin, en los momentos y lugares más inesperados. Hechos que han construido nuestra historia y son su sólido fundamento. Sin el poderoso impulso libertario cual motor y dirección de todo humano intento, no habría historia, evolución ni revolución posible de ningún tipo.
Pero insistimos en creer que nuestro afán de dominio, (que no es sino expresión de nuestros temores y carencias y un uso limitado, ignorante y distorsionado de nuestra libertad de elegir, que termina negando la libertad de otros), “es el modo en que las cosas son”. Y por eso nos estrellamos una y otra vez contra las mismas conflictivas circunstancias.
En esencia todo lo dicho, no difiere de lo que experimentamos cuando luego de construir toda una vida desde un particular interés, cuando sentimos que ya todo tiene un orden y nada cambiará, resulta que nos enamoramos.
Entonces todo ese interés y dirección de vida pasa a segundo lugar, lo lanzamos por la borda en pos de una sensibilidad más profunda, intensa y abarcante. La rutina de vida construida esforzadamente, se convierte de repente en cárcel que imposibilita la aventura de vida. Eso por supuesto resulta inesperado, ilógico, irracional, locura pura para la inercia de los hábitos y creencias desarrollados.
Pero es plena y promisoria vitalidad, alegría y libertad de aquella cárcel para la verdadera sensibilidad del ser humano. ¿No está llena de ello nuestra vida, nuestra historia? ¿Es acaso diferente de lo que sucede a grandes números y amplios ciclos, por acumulaciones de hábitos y creencias colectivas heredadas de generación en generación?
¿Y entonces por qué insistimos en ver solo la cara rutinaria de la vida, el fantasma del fracaso, de la muerte de la esperanza en lugar de lo inmortal, de lo que renace una y otra vez sin fin? ¿Por qué seguimos insistiendo en que solo son los temores e intereses materiales lo que impulsa al ser humano? Cuando si tenemos historia, ciencia y civilización, es por el sacrificio generoso, hasta de la vida, de muchos.
Cada nueva instancia histórica, cada ciclo libertario requiere de y se inicia con un poderoso impulso vital. Solo esa intensidad vital, energética, permite desbordar, dejar atrás y caer en cuenta en tal proceso experimental, de las viejas creencias y hábitos, de la condición cultural y económica en que estaba atrapada la pobre vitalidad y la difusa conciencia.
Y si es el poderoso impulso vital el que posibilita abrir una nueva instancia y es la difusa vitalidad la que lo termina, ha de ser porque esa energía se va invirtiendo en y grabando cual hábitos y/o modelos culturales y económicos, que terminan imponiéndose y sugestionando a la inicialmente entusiasta conciencia. Por lo cual es el desánimo, el cansancio íntimo y la pasividad de la conciencia, que termina tratando al mundo, a si misma y a los demás como cosas económicas, la resultante final.
Para quien vive en las olas superficiales de estas recurrentes mareas vitales e históricas, el entusiasmo y movilidad o el escepticismo y cosificación estática de cada momento histórico, se le impone con visos de inamovible realidad. “Así son las cosas”, cantamos a coro.
Pero inesperadamente cambia dramáticamente el escenario local y mundial, y terminamos estrellándonos contra esas creencias que resultan totalmente inadecuadas por inoperantes para las nuevas condiciones. En tales circunstancias de nada nos servirá repetir lo que hasta entonces dio resultado.
Así viene sucediendo en los últimos diez años en Venezuela. Los medios de comunicación repiten cual letanía la vieja cantaleta, pero el creciente abismo entre lo que dicen y la nueva dirección de hechos que se abre camino, solo sirve para que más y más gente vaya despertando del tal hechizo.
Abriendo sus adormilados y viejos ojos a las nuevas relaciones que se van estableciendo, despertando de su ensueño en el tiempo que ahora corre hacia atrás, hacia el cierre de una instancia agotada. Comienzan entonces a “ver” el viejo modelo o paradigma cultural que hipnotizaba su conciencia, del mismo modo como ahora ven un perro o una flor, y por tanto pueden comenzar a relacionarse con todo ello e irlo cambiando.
Todas las argucias gracias a las cuales se mantenía el modelo hegemónico solo sirven en estos momentos para reimpulsar la voluntad libertaria, para multiplicarla y contagiarla por todo el planeta, impidiendo que se duerma en sus ensueños e ideologías. Exigiéndole continua atención a la relación con su entorno y creatividad para enfrentar y superar las resistencias y retos que este actualiza ante sus intentos.
Es justamente por esa acelerada e intensa exigencia dinámica del proceso revolucionario, que toda ideología se convierte en ingenua presunción que es necesario ajustar y recrear a cada paso. Porque nada nuevo puede ser previamente conocido, de otro modo no sería nuevo. Nada nuevo es meramente intelectual, requiere una mayor vitalidad, una nueva sensibilidad emocional, una conciencia despierta, activa, capaz de reconocer los viejos hábitos que la impresionan y atrapan. Para en consecuencia ir cambiando direcciones de conducta e irlas experimentando. Solo dentro de esa totalidad que se va alineando en la misma dirección, es viable que lo nuevo venga a ser, se haga plenamente real, experimentable para todos.
Eso es lo que hemos venido experimentando en estos diez años de proceso revolucionario bolivariano. No sabíamos realmente adónde íbamos. O no íbamos adónde creíamos ir. Son las reacciones y resistencias que van actualizando nuestras intenciones de cambio, las que van marcando la pauta, dirección y exigencias que nuestras respuestas han de superar.
Son nuestros propios hechos los que van afirmando una dirección u otra y nos permiten experimentarla. Si no hubiésemos salido a la calle sin premeditar las consecuencias en el golpe de estado virtual o en el sabotaje petrolero, ya no tendríamos revolución. Si no hubiésemos compartido generosa e inteligentemente nuestro petróleo para ayudar a nuestros pueblos vecinos y hermanos, ya se nos hubiese declarado Estado forajido o país inviable.
Si no hubiésemos puesto la democracia participativa y protagónica, la paz, el respeto a la constitucionalidad y las leyes por encima de todo, en el mejor de los casos seríamos solo otro Estado represor con las cárceles llenas de presos políticos sometidos a tortura o expatriación. ¿Puede llamársele a eso realmente una revolución liberadora, justa e igualitaria?
¿O es una vez más un enorme esfuerzo por cambiarlo todo que no cambia nada, y solo pone en evidencia para los que puedan y quieran verla la misma vieja sensibilidad, o más bien insensibilidad, ahora que podemos compararla con una nueva, naciente?
Si no hubiésemos confiado en nuestra sensibilidad y fuerzas, pese a las resistencias por vencer, que no solo no se terminan sino que pareciera que se agigantaran, ¿en qué podríamos habernos apoyado para vencer, empezando por nuestro propio escepticismo?
Terminemos entonces como buenos aprendices de brujo, con la cara opuesta de la que comenzamos, cerrando así el círculo mágico. Como yo lo siento y veo, nuestra historia la escribió el impulso, la fuerza libertaria que mora en y es el corazón de lo humano.
El mundo en que vivimos lo construyó nuestro intento libertario. Interpretamos de muchos modos ese deseo de libertad, según las circunstancias que experimentamos como opresoras. Y por tanto muy variado fue el camino del intento y sus frutos.
Pero en tal camino cíclico, que despierta y se va durmiendo entre sueños y hábitos para volver a despertar, hay momentos muy particulares. Al igual que en circunstancias en que la muerte ronda, la conciencia de una persona se vuelve sumamente intensa y alerta, y sus respuestas poderosas e inesperadas, sucede con la muerte de una época, modelo o instancia colectiva.
Y es en tales momentos, que la fuerza libertaria brota inesperadamente desde lo profundo como incontenible huracán. Así sentí que sucedía en Tegucigalpa en comparación con las tímidas declaraciones habituales de los mandatarios. Y esa fuerza acrecentada templa cual fuego la conciencia, haciéndola cristalina y capaz de reconocer crecientemente, los acertados y erróneos usos y frutos de esa libertad de elegir como vivir.
Tal vez el reconocimiento que hoy necesitamos, sea caer en cuenta de que cuando intentando nuestra libertad de algún estímulo que sentimos opresivo, limitamos, reprimimos la libertad ajena, nos estamos inevitablemente encadenando a la dependencia que generamos. ¿O no está encadenado y es dependiente en los hechos el amo de sus esclavos, el sabio de los ignorantes y el carcelero de sus presos, pese a que estén de diferentes lados de las rejas?
¿Por qué controlan y reprimen los dominadores a los dominados si no son dependientes de ellos? ¿Pueden llamarse realmente libres entonces en esas condiciones? ¿O estaremos hablando solamente de una libertad relativa, circunstancial, que implica continuo conflicto y recurrente violencia? ¿Habrá una forma de liberarnos que no implique esclavitud ni dependencia de nadie, que no genere nuevas esclavitudes?
Esa creo que es la respuesta que habrá de dar la libertad en su camino creciente. En la superficie y entre las olas de las mareas ascendentes y descendentes, no sabemos realmente si avanzamos o retrocedemos. La relatividad de todo esfuerzo, parece la inevitable y contradictoria paradoja a que vive sujeto todo intento.
Sin embargo desde lo profundo, desde el corazón de la historia y de cada conciencia, vuelve a brotar una y otra vez la fuerza de vida, la fe, el entusiasmo, la alegría. Tal vez, ya que lo nuevo nos es y siempre nos será desconocido, nunca tendremos otro piso firme que pisar, en que apoyarnos, que ese mismo amor a la libertad.
Que esa misma fuerza y fe en la trascendencia de la vida, a la forma que se va dando a si misma según las circunstancias de cada momento. Forma que al paso siguiente, al cambiar las circunstancias ya se convierte en algo conocido, rutinario, limitante para las emociones expansivas, generosas, libertarias y creativas.
Los hábitos, (que no son sino apego a los objetos del conocimiento, temor a perderlos, miedo y resistencia a lo desconocido que convierte la vida en prevención del fantasmal futuro, renuencia a todo lo por ser, a todo cambio), parecen ser entonces el enemigo a vencer.
Y la generosidad, el dar, compartir, soltar, regalar todo lo que vamos creando, pese a que sea la misma locura para nuestros hábitos, es el verdadero ejercicio liberador, la verdadera manifestación de amor. Porque afirma la creatividad, el verbo creador, por encima del apego y dependencia de lo creado.
La indisoluble fuerza vinculante entre cada acto y su objeto es la misma. Pero es la actitud de la conciencia la que hace que la experimente como liberadora o esclavizadora, como generosidad creadora o egoísmo parasitador.
Podemos llamar entonces generosidad, a la sintonía y fidelidad con la intensa vitalidad que brota del corazón. Y temor, egoísta apego, a la mirada que hipnotizada con lo que agotado muere, se resiste y traiciona a lo que nace, a lo que presiente en su intimidad. A lo que ha de ser.
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