Porfirio Muñoz Ledo
Alguna vez exclamó el general de Gaulle: ¡nada importante se ha hecho en la historia sin el concurso del ejército! Pensaba en el rosario de guerras que determinaron la conformación de los estados europeos. Soslayaba el papel de los sabios, los artistas, los políticos y los ciudadanos en la construcción de las naciones.
En Latinoamérica, sacudidos durante tantos años por asonadas, golpes y rebeliones, la estabilidad y la democracia sólo fueron asequibles cuando las fuerzas armadas regresaron a los cuarteles. Por eso nuestro artículo 129 constitucional prescribe: “en tiempos de paz no pueden ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”.
Nuestras grandes conmociones -Independencia, Reforma y Revolución- tuvieron como jefes supremos a civiles que acaudillaban ejércitos populares. Cuando éstos no se sometieron después a la autoridad republicana ni se apartaron de la política, acontecieron graves regresiones autoritarias.
Clave distintiva del desarrollo posrevolucionario fue la profesionalización de las fuerzas armadas y su absoluta contención respecto de la vida cotidiana de los mexicanos. La determinación gubernamental de involucrarlas en la represión de narcotraficantes las expone y deforma en una guerra que no es la suya y que no tienen ninguna posibilidad razonable de ganar.
La ausencia de una estrategia correspondiente a la complejidad del fenómeno y a sus ramificaciones en las esferas del poder y del dinero, ha conducido a la catástrofe. Los resultados: durante el sexenio anterior el promedio anual de muertes atribuidas al crimen organizado fue de 1,500; en 2007 ascendieron a 2,275, en 2008 a 5,630 y sólo en junio de este año a más de 800, misma cifra que durante todo el año 2000.
La mortandad se ha multiplicado doce veces en menos de un decenio y su crecimiento parece exponencial, porque -junto con nuevos territorios- se suman los enervantes del odio y la venganza. Como afirmara un vocero de “La Familia” michoacana, en su propuesta de “guerra limpia”: “cuando me maten van a poner a otro en mi lugar. Esto nunca se va a acabar”.
El uso político de la operación fue un sonado fracaso. La imagen del “presidente valiente” que atraería la confianza del elector y la campaña contra los gobiernos anteriores -en tanto reos de complicidad y lenidad- generó efectos contraproducentes. Se ha roto el pacto medroso y comodón de la clase dirigente que dejó hacer al Ejecutivo a sus propias expensas y sin escrúpulo alguno por la legalidad.
Viene ahora la resaca de la opinión internacional y nuevos equilibrios internos que obligarían a rectificar. La responsabilidad futura recae en el Congreso y en los tribunales. No pocos reconocen la oportunidad con que plantee un referendo revocatorio del cargo presidencial. Hoy corresponde, cuando menos, la revocación categórica de la política seguida.
Las violaciones a los derechos humanos cometidas por el ejército durante esta administración se han sextuplicado. El gobierno deberá hacer frente a las acusaciones ante la Corte Interamericana, al pedido del Alto comisionado de Naciones Unidas y a la exigencia del Senado norteamericano de condicionar el apoyo externo al respeto de derechos fundamentales.
En tanto que la guerra interna conlleva el maltrato de los derechos civiles, ésta no puede proseguir sin la observancia del artículo 29 constitucional, que prevé -en caso de perturbación grave de la paz pública- la suspensión de garantías mediante aprobación del Congreso. Revisemos el fuero militar, que a más de no comprender actos contra “paisanos”, acumula en la autoridad castrense funciones ejecutivas y judiciales.
Dice Calderón que “no se dejará intimidar”. Poco importa: bastaría acotarlo e inventar una nueva política. Añade que el narco “no va contra el pueblo”. Entonces: ¿a quién defiende el Ejército? El desorden público se origina, a veces, en la confusión mental.
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