domingo, julio 08, 2007

La tiranía mundial

La tiranía mundial
Fidel Castro Ruz

Los fundamentos de la máquina de matar

Los que constituyeron la nación norteamericana no pudieron imaginar que lo que entonces proclamaban llevaba, como cualquier otra sociedad histórica, los gérmenes de su propia transformación.
En la atractiva Declaración de Independencia de 1776, que el pasado miércoles cumplió 231 años, se afirmaba algo que de una forma u otra nos cautivó a muchos: “Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y felicidad.”
Era el fruto de la influencia de los mejores pensadores y filósofos de una Europa agobiada por el feudalismo, los privilegios de la aristocracia y las monarquías absolutas.
Juan Jacobo Rousseau afirmó en su famoso Contrato Social: “El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser el amo, si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber.” [...] “La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad pueda derivarse de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad.” [...] “Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad del hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo.”
En las 13 colonias independizadas existían adicionalmente formas de esclavitud tan atroces como en los tiempos antiguos. Hombres y mujeres eran vendidos en subasta pública. La emergente nación surgía con religión y cultura propias. Los impuestos sobre el té fueron la chispa que desató la rebelión.
En aquellas infinitas tierras los esclavos siguieron siéndolo durante casi 100 años, y después de dos siglos sus descendientes padecen las secuelas. Había comunidades indígenas que eran los legítimos pobladores naturales, bosques, agua, lagos, rebaños de millones de bisontes, especies naturales de animales y plantas, abundantes y variados alimentos. No se conocían los hidrocarburos ni los enormes despilfarros energéticos de la sociedad actual.
La misma declaración de principios, si se hubiese proclamado en los países abarcados por el desierto del Sahara, no habría creado un paraíso de inmigrantes europeos. Hoy habría que hablar de los inmigrantes de los países pobres, que por millones cruzan o tratan de cruzar las fronteras de Estados Unidos cada año en busca de trabajo y no tienen derecho ni a la paternidad de sus hijos si nacen en el territorio norteamericano.
La Declaración de Filadelfia se redacta en una época en que sólo existían pequeñas imprentas y las cartas tardaban meses en llegar de un país a otro. Podían contarse uno a uno los pocos que sabían leer o escribir. Hoy la imagen, la palabra, las ideas llegan en fracciones de segundo de un rincón a otro del planeta globalizado. Se crean reflejos condicionados en las mentes. No puede hablarse del derecho al uso sino al abuso de la libre expresión y la enajenación masiva. A la vez, con un pequeño equipo electrónico cualquier persona, en época de paz, puede hacer llegar al mundo sus ideas sin que lo autorice Constitución alguna. La lucha sería de ideas, en todo caso masa de verdades contra masa de mentiras. Las verdades no necesitan publicidad comercial. Nadie podría estar en desacuerdo con la Declaración de Filadelfia y el Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau. En ambos documentos se sustenta el derecho a luchar contra la tiranía mundial establecida.
¿Podemos ignorar las guerras de saqueo y las carnicerías que se les imponen a los pueblos pobres, que constituyen las tres cuartas partes del planeta? ¡No! Son muy propias del mundo actual y de un sistema que no puede sostenerse de otra forma. A un costo político, económico y científico enorme, la especie humana es conducida al borde del abismo.
Mi objetivo no es reiterar conceptos mencionados en otras reflexiones. Partiendo de hechos sencillos, mi propósito es ir demostrando el inmenso grado de hipocresía y la ausencia total de ética que caracterizan las acciones, caóticas por naturaleza, del gobierno de Estados Unidos.
En “La máquina de matar”, publicada el pasado domingo, dije que el intento de envenenarme a través de un funcionario del gobierno cubano que tenía acceso a mi oficina, lo conocimos por uno de los últimos documentos desclasificados de la CIA. Era una persona sobre la que debía buscar información, pues no tenía a mano los elementos de juicio necesarios. De hecho pedía excusas si lastimaba los sentimientos de algún descendiente, fuera o no culpable la persona mencionada. Continué después analizando otros temas importantes de las revelaciones de la CIA.
En los primeros tiempos de la Revolución yo visitaba casi todos los días el recién creado Instituto Nacional de la Reforma Agraria, ubicado donde se encuentra hoy el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. No se podía contar todavía con el Palacio de la Revolución, donde entonces radicaba el Palacio de Justicia. Su construcción fue un suculento negocio del régimen derrocado. La ganancia principal consistía en el incremento del valor de las tierras, de las que habían sido desalojadas miles de personas a las que yo, como abogado recién graduado, defendí gratuitamente durante meses antes del golpe de estado de Batista. Lo mismo ocurría con otras edificaciones lujosas que en muchos casos estaban por terminarse.

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