Julio Hernández López
Uno de los personajes más desgastados del año que termina es el cardenal Norberto Rivera. Pasajero de lujo en el tren de los poderes terrenos, el sacerdote duranguense no ha podido salir de las estaciones malditas llamadas “protección a la pederastia” y “alianza con los ricos e influyentes”. Fortalecido por el episodio de las campanas de catedral en el último tramo de su peregrinaje 2007, Rivera ha quedado, sin embargo, tan gravemente dañado por sus andanzas al lado de los césares que cíclicamente se renuevan las versiones de que el Vaticano rescataría de los pantanos mexicanos tanto para darle un respiro a él como –pragmáticos que durante milenios han sido los curas– a la propia estructura católica mexicana entrampada durante ya largo tiempo en los escándalos e infortunios de tan peculiar arzobispo primado.
En corrillos eclesiásticos se menciona el nombre de un candidato natural a suceder a Rivera en la jefatura formal de la Iglesia mexicana: Francisco Robles Ortega, un sacerdote jalisciense que ha sido obispo de Toluca (fue nombrado en julio de 1996) y que, siendo arzobispo de Monterrey (designado en enero de 2003), el pasado 24 de noviembre fue llevado al cardenalato por el papa Benedicto 16. Robles Ortega, nacido en Mascota, Jalisco, el 2 de marzo de 1949, tercero de 16 hijos, es un hombre prudente, conservador pero tolerante, poco afecto a los reflectores y, por tanto, adecuado para que, en un estilo pendular de política, los altos estrategas de sotana envíen con él un mensaje de moderación e inclusive reconciliación con segmentos, tanto de fieles como de simples ciudadanos, que se sienten agraviados por la conducta del principal obispo del país, Rivera, que no cuenta con el respaldo de sus colegas, agrupados en la conferencia episcopal, ni con el apoyo mayoritario de los sacerdotes comunes del país.
El rediseño de la sala de mandos de la Iglesia mexicana llegará también al polo de extrema derecha asentado en Guadalajara. El cardenal Juan Sandoval Íñiguez cumplirá 75 años el próximo 28 de marzo y, conforme a la normatividad del caso, deberá presentar su renuncia para que, a partir de ese momento, en un plazo impreciso, el Vaticano la dé por aceptada. Normalmente, esa aceptación lleva entre dos meses y un año, en el caso de obispos, y excepcionalmente hasta dos años en cuanto a cardenales, según estimaciones hechas por el vicario general de la diócesis de Segovia, España, Andrés de la Calle cuando, en 2006, el obispo Luis Gutiérrez presentó su renuncia por haber llegado a los tres cuartos de siglo de vida (información publicada en El norte de Castilla). A partir de la entrega de esa renuncia forzosa, “el Vaticano se toma su tiempo, o no”, ilustró De la Calle. Mientras tanto, bromeó, “hay que estar pendientes, como los políticos en un año electoral”.
A diferencia de Rivera, que es un personaje prescindible de las altas esferas de la política nacional, sin base social ni estructura personal (a quien nadie extrañará cuando en esos centros de poder sea sustituido por alguien que cumpla funciones parecidas e incluso, muy probablemente, más eficaces) en el caso de Sandoval Íñiguez sí hay una figura de influencia social en la zona más conservadora del país (Los Altos de Jalisco) y en el aparato estatal de un gobierno que con frecuencia parece ejercido más por el cardenal en vías de retiro que por el feligrés panista (que fue presidente nacional del Partido Demócrata Mexicano, expresión electoral del sinarquismo) de nombre Emilio González Márquez.
Sandoval Íñiguez nació en Yahualica, uno de los municipios de la diócesis de San Juan de los Lagos, y fue rector del Seminario de Guadalajara y obispo de Ciudad Juárez antes de encargarse del arzobispado de Guadalajara en sustitución del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, asesinado en el aeropuerto de la capital tapatía. Sandoval, con 11 hermanos, de los cuales uno, José, es misionero guadalupano en Corea, recibió el arzobispado, el cardenalato y una bandera que ha ondeado incesantemente, al considerar que la muerte de su antecesor fue un crimen de Estado y no una confusión entre narcotraficantes como quedó legalmente establecido a partir de investigaciones que condujo y defendió el entonces alto funcionario salinista Jorge Carpizo. En el calendario anual de reavivamiento del tema, han acompañado a Sandoval su asesor jurídico, José Antonio Ortega, promotor de cruzadas “civiles” contra la inseguridad pública; Fernando Guzmán, ahora secretario general del gobierno de Jalisco, y el propio González Márquez, actualmente gobernador de la entidad.
Tocado políticamente Norberto Rivera, y en vías de retiro Juan Sandoval, sólo quedan dos cardenales en condiciones de buscar el arzobispado primado de México: Javier Lozano Barragán, quien durante largo tiempo ha desempeñado cargos en el Vaticano, y el citado Robles Ortega. Otros dos cardenales, Ernesto Corripio Ahumada y Adolfo Antonio Suárez Rivera, han rebasado los 75 años de edad. No es, sin embargo, obligatorio que el nuevo jefe formal de la Iglesia católica mexicana sea cardenal, pues podría ser cualquier obispo. El nuevo nuncio apostólico, Christophe Pierre, nombrado en marzo del presente año, deberá proponer a la sede de su corporativo trasnacional nombramientos que equilibren las fuerzas de una Iglesia socialmente mayoritaria pero afectada por los escándalos y elitismo de un cardenal asentado en la capital del país, por los proyectos de asalto al poder civil que se desarrollan en el importante polo occidental del catolicismo mexicano, por la desvinculación (salvo casos como el de don Raúl Vera, en Saltillo) de las elites respecto a las necesidades y exigencias populares, y por la marginación y combate que esas elites pretenden imponer a sacerdotes que, como en Oaxaca, están decididos a acompañar a los desvalidos en sus luchas reivindicatorias. Haiga sido como haiga sido, lo cierto es que el año venidero los mexicanos podrán decir adiós a, cuando menos, un cardenal –Sandoval, quien deberá presentar su renuncia, aunque la aceptación pudiera tardar. Sea por Dios.
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