Carlo Frabetti
“ Corona tu victoria venciéndote a ti mismo”, le dice a Segismundo su mentor --su conciencia-- al final de La vida es sueño. Y eso es lo que ha hecho Fidel Castro con su renuncia al poder institucional: ha vencido a su propio mito, uno de los mayores obstáculos (todos los mitos lo son) para la consolidación definitiva de la revolución cubana.
Quienes esperaban que la desaparición del Comandante desencadenara una crisis política insuperable y propiciara una “transición hacia la democracia” tutelada por el Primer Mundo (tomando a menudo como referente la transición-traición de esa “España democrática” que no es ni una cosa ni otra), están desconcertados e inquietos. Y con razón. Esta victoria final --inaugural-- de Fidel y de Cuba demuestra, con una contundencia que ni los más recalcitrantes podrán ignorar, dónde está la verdadera democracia y hasta qué punto es incompatible con el capitalismo.
Hace un par de años, en un artículo titulado Yo soy Fidel (Rebelión, 4-3-06), escribí: “Si Fidel fuera necesario, sería inútil. Suena a paradoja o a juego de palabras, pero es literalmente cierto. Si el triunfo de una revolución dependiera de personas extraordinarias, excepcionales, ‘únicas’, sería un acontecimiento fortuito y de muy dudosa continuidad. Si en Cuba ha triunfado la revolución (porque ya ha triunfado, y además varias veces) es precisamente por todo lo contrario: porque miles de cubanos y cubanas podrían haber hecho lo mismo que Fidel, porque todo un pueblo apostó por el socialismo y asumió el compromiso de llevarlo adelante en las condiciones más adversas.
“Einstein no es el padre de la física moderna, sino su hijo; su hijo aventajado, su primogénito, con cuya llegada la familia científica que lo engendró ‘renació’ a su vez, se transformó cualitativamente, dialécticamente. Einstein se tragó vivo a Newton, la mecánica cuántica se tragó vivo a Einstein y siguió adelante sin él (sin él como individuo, pero con sus aportaciones plenamente incorporadas al proceso). Y lo mismo se puede decir de Fidel: Cuba lo engendró, Cuba se transformó con él (y con muchos y muchas como él), Cuba se lo tragó vivo. Puede seguir y seguirá adelante sin él. Sin él como individuo; con él, siempre, como parte viva del proceso revolucionario. ¿Es conveniente que Fidel se mantenga en su puesto a los ochenta años? No lo sé; pero, en cualquier caso, esa no es la cuestión. La cuestión es que no es necesario.
“Alguien estará pensando: ‘Puede que su dedicación cotidiana a las tareas de gobierno no sea imprescindible, pero Fidel es mucho más que su actividad política concreta: es un símbolo viviente, el rostro de la revolución’. Sí, ¿y qué? Los símbolos y los iconos pueden ser muy útiles en un momento dado, pero no son necesarios. Sobre todo en una sociedad que empieza a superar (y tiene que seguir superando) el pensamiento mágico y la alineación religiosa, que ha sustituido los mitos por la razón y la metafísica por la dialéctica. No en vano los comunistas siempre han criticado el culto a la personalidad como manifestación del individualismo burgués y como forma solapada de religiosidad. No en vano dijo Marx, consciente de que la revolución es un proceso que trasciende las doctrinas y las nomenclaturas, ‘Yo no soy marxista’. No sé si lo ha dicho alguna vez expresamente, pero estoy seguro de que Fidel no es castrista”.
Pues bien, ya lo ha dicho, y de la forma más elocuente.
Auctoritas y potestas
Los antiguos romanos, que lo sabían todo sobre el poder, distinguían entre auctoritas y potestas. La primera era lo que hoy llamaríamos ‘autoridad moral’, la autoridad del médico sobre los pacientes, que siguen las prescripciones facultativas porque (y solo si) están convencidos de que es lo mejor que pueden hacer; la segunda era el poder fáctico, respaldado por la ley y las instituciones, y en última instancia por la fuerza.
La renuncia de Fidel Castro a la potestas es sobre todo simbólica, pues hace tiempo que su poder se basaba plenamente en la auctoritas, esa autoridad moral que lo acompañó desde el principio y que no ha hecho más que crecer con el tiempo. Y seguirá basándose en ella, pues mientras viva Fidel continuará siendo el gran maestro, el viejo sabio de la gran nación revolucionaria; la única nación, dentro y fuera de Cuba, en la que no hay más autoridad que la de la sabiduría y el ejemplo.
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