Luis Linares Zapata
Pocas son las decisiones estratégicas adoptadas en el campo de la energía en los últimos 30 años y lo consistente es que no sólo han sido perjudiciales, sino que han generado, como sello distintivo, un conjunto de acciones absurdas y alentadoras de corrupción. El entreguismo ha sido una tendencia primordial de los responsables. Una tras otra y en fila ignominiosa han ido haciendo su debut en el ámbito público y en el operativo de las empresas de energía.
La primera de esas decisiones extraviadas se materializó al empujar a Pemex para que se convirtiera en una potencia exportadora de crudo. Hay que recordar que desde la nacionalización, a finales de los 30 y hasta el fin de los 70, toda la producción mexicana se destinó al consumo interno. En esos años la industria se fue integrando de manera vertical hasta formar una cadena inmensa de plantas transformadoras que iban de las gasolinas a los petroquímicos plásticos pasando por los fertilizantes para la agricultura.
El arribo del empresario Díaz Serrano a la dirección de la paraestatal marcó el inicio de la venta masiva de crudo al extranjero alentada por los hallazgos en las aguas del Golfo (Cantarel). “O extraemos el crudo, lo vendemos de inmediato y al mejor postor, o se nos pudre en los pozos”, era la irónica cantinela en boga. Se suponía que en 10 o 20 años el petróleo sería un material obsoleto, por lo que había que aprovechar la bonanza de los precios altos. Bonanza que los mexicanos iban a administrar por primera vez en su historia. Ésta fue una trágica decisión que llevó a expoliar las reservas propias y a poner el énfasis en el mercadeo a costa del desarrollo industrial y tecnológico.
Otra decisión clave por demás errada fue subsidiar, mediante la voluminosa renta petrolera que se obtenía por el crudo exportado, a los evasores de impuestos. Pemex, vía impuestos gravosos, fue desde entonces la tesorería básica de la hacienda pública. En adelante, cuanto ingreso se obtiene por la abundante plataforma exportadora, que crecía con las horas de infecundos días, financia el presupuesto del gobierno en turno. Se empezó autorizando 300 mil barriles para el exterior, después medio millón, hasta llegar al millón y medio en que se detuvo. Una verdadera sangría en despoblado. Es por esa fuente, agotable por cierto, de divisas después trastocadas en deuda interna que se otorgaron onerosos privilegios fiscales a empresas y particulares. Contribuyentes que bajo condiciones normales debían soportar el peso mayor de la carga impositiva en el país. En lugar de ello, vía fiscal, sólo se ingresan recursos por apenas 9 o 10 puntos del PIB. Con otros gravámenes varios se llega a un ridículo, para estándares internacionales, de 11 o 12 puntos del mismo PIB. El resto, hasta alcanzar un magro 20 por ciento, lo aportan las cargas a Pemex. Es por esta causa que se abandona toda inversión, se endeuda a la petrolera (y a la CFE) con los famosos Pidiregas y la colocación directa de bonos. Debido a una política equivocada de precios entre compañías del sector se fueron cerrando las plantas petroquímicas nacionales hasta hacerse importadores de todo: gasolinas, gas, amoniaco, urea, plásticos o fertilizantes. Hoy sólo de gasolinas se importan 10 mil millones de dólares (mmdd) al año y se acaba de firmar un sospechoso contrato de gas por 15 mmdd con Repsol.
Una consecuencia directamente vinculada con esta lastimosa situación del área energética es el déficit comercial externo, que crece de manera acelerada e indetenible a corto y mediano plazos. No se tienen las refinerías indispensables para la sustitución de importaciones y revertir la tendencia que ya evidencia o anticipa una crisis adicional a las anteriores, tan dolorosas como imbéciles. Es por eso que se requieren capitales externos e internos que palien las deformaciones provocadas por esas decisiones mal tomadas, interesadamente desviadas, ya fuera por posturas ideológicas o francos trafiques ilegales con los bienes públicos. Una constante que desvía y enreda las políticas operativas de Pemex y CFE.
Otra decisión estratégica errada, en el vital campo de la energía, que explica todos esos rodeos, falsedades, fintas demagógicas, campañas publicitarias y mantos de complicidades, es la de privatizar el sector obedeciendo consignas y recetas prefabricadas desde el exterior. Tanto Pemex como CFE han sido víctimas de tal compulsión de aquellos encargados de conducir los destinos del sector energía. En ese derrotero han sido consistentes tanto funcionarios públicos como políticos partidistas y legisladores. Han echado mano de cuanto subterfugio tienen al alcance para lograr su cometido. Ya fuera elaborando una ley del servicio público del año 92 (Carlos Salinas) que permitió la cogeneración eléctrica (productores independientes), o la puesta en marcha de contratos sustitutos de los de riesgo, ahora llamados de servicios múltiples. Estos últimos son prácticas y efectivas concesiones para la extracción de gas (Burgos) que se piensa extender a la exploración, extracción o conducción de petróleo.
La lista de subterfugios privatizadores no tiene límites y menos vergüenza. Adopta formas variadas y disfraces torpes, usados en varios países, circunstancia que remite a pensar en una mente conductora, quizá situada allende fronteras y que origina todas estas tácticas para el propio beneficio. Con inusitada frecuencia se habla de modernización y se cierran por obsoletas plantas útiles. Otras veces se menciona la autonomía de gestión, una que permita una administración profesional de especialistas. Últimamente se intenta capitalizar a dichas empresas trasladando la enorme deuda en acciones o para democratizar el capital a través de colocaciones en bolsa. En los últimos años se habla de alianzas estratégicas, eufemismo por demás gastado en Venezuela, Ecuador o Brasil por lo que en realidad oculta. El objetivo es abrir la puerta, aunque sea lateral o trasera, a la entrada del capital externo y, en menor proporción al interno.
Así llegamos al presente compás de espera por una reforma energética, de la que ya mucho se sabe aunque los publicistas orgánicos nieguen su concreción. Interesados en promoverla sobran, ya sea para granjearse las simpatías de los poderosos, para empujar sus carreras o para recoger los sobrantes que se desparramarán. Traficantes de influencias pululan con atildado esmero, algunos insertados en altísimos puestos de la administración federal actual. Tal como lo hicieron los otrora contratistas particulares que se clavaron en CFE y Pemex sólo para direccionar, a su favor, cuanta decisión pasó por sus oficinas. El único perjudicado será esa nebulosa referencia: el pueblo. Palabra detrás del cual se ocultan, dice el oficialismo, los que quieren falsamente actuar en su nombre. Pero, a lo mejor, esos sujetos que tanto denuesto reciben resultan ser los que se comunican con la gente y atienden sus intereses.
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