Víctor Flores Olea
Resulta casi increíble que el mensaje de Felipe Calderón el martes por la noche se transmitiera por las televisoras “en cadena nacional” con ese grado de imperfección visual: de hecho con un “fuera de foco” que no es difícil asociar al contenido mismo de las iniciativas que, para decirlo sintéticamente, desvanecen de entrada el triunfalismo de las palabras de su autor.
Desvanecen el triunfalismo de las palabras pero no su carácter de máscaras que ocultan la verdadera intención de la reforma. En el mensaje, en tono ditirámbico, Calderón nos habla del fabuloso país que aparecería ante nuestros ojos si fuésemos lo suficientemente responsables como para aprobar su reforma tal cual: el desarrollo y la bonanza serían nuestra permanente actualidad: la “administración de la abundancia”, pero a lo grande. Si no fuera así seguiríamos hundidos en la miseria que nos define: castigo bien ganado por nuestra incapacidad y necedad…
Sí, el gobierno ha tenido que sudar la gota gorda para encontrar algunos atajos que le permitan, con eufemismos y claros atracos a la lógica, dar la vuelta a los mandatos constitucionales. Porque a pesar de la retórica, y de que se ha repetido ad nauseam que la reforma “no privatiza” a PEMEX, hilando más fino no es difícil encontrar que la real intención de la iniciativa es precisamente la de hacer posible la transferencia a las empresas privadas de la riqueza que arrojan los hidrocarburos. A la corta o a la larga. ¿O de qué otra manera, o por qué otro interés, se convencería a las empresas nacionales y transnacionales de invertir en el petróleo mexicano, si se quiere, en “asociación” con Pemex? ¿Los simples contratos de “servicio” u “obra” resultan tan atractivos?
Para un gran número de mexicanos la actitud de Felipe Calderón, y su obsesión por la “reforma energética”, tienen un origen preciso: la insistencia, las presiones, inclusive las exigencias provenientes de Washington y sus asociados privados y multinacionales. En un momento en que parecen declinar las reservas mundiales de petróleo a Estados Unidos, para hacer creíble su status de gran potencia, le es necesario y urgente que se descubran (y exploten) yacimientos en el mediano plazo. Con mayor razón en el vecindario. De allí el empeño en la exploración de alta tecnología de las aguas profundas, que satisfacen dicha exigencia estratégica en el mediano plazo al mismo tiempo que en lo inmediato arrojarán ganancias importantes a las empresas exploradoras (no nacionales).
Y esa sospechosa obsesión a pesar de que los ingenieros petroleros mexicanos más calificados insisten en que un orden lógico de los trabajos debería comenzar por la exploración y explotación del petróleo en aguas someras, con alta probabilidad de éxito en gran parte de las costas del Golfo de México, y para lo cual contamos con la tecnología suficiente. Pero eso, que no interesa a nuestros “socios” del Norte, ha quedado prácticamente al margen de la discusión.
Claro que la teoría del dócil subordinado está en el polo opuesto de las proclamaciones patrióticas y del beneficio del pueblo que llena los discursos de los funcionarios, pero para ellos tiene la ventaja de que no están obligados a lo imposible. ¿Insistirá hasta el final Calderón en una línea de reformas que sólo conviene al mundo de los privados, y a los intereses de fuera, y que no considera las efectivas líneas de un cambio de PEMEX en que la nación mexicana sea su primera beneficiaria? ¿Podrá resultar esta conclusión del debate que se abre? Por lo demás, es verdad que la iniciativa de Felipe Calderón ha resultado “desilusionante” para diversas agrupaciones empresariales, de México y el extranjero. Ellos querían un planteamiento que fuera a fondo y con descaro en la vía de la privatización, sin tapujos de ninguna especie. Es necesario decir que esto es ya un mayúsculo logro de quienes han militado contra la privatización.
La iniciativa del Ejecutivo está ahora sometida a presiones de unos y otros. Los empresarios hablan de apenas un primer paso que debería ampliarse hasta su plena participación en el negocio de los hidrocarburos. Para los defensores del petróleo como riqueza nacional la actual iniciativa, en cambio, encierra múltiples peligros. En vista de la insistencia de los primeros y de los antecedentes en México de otras privatizaciones, la desconfianza de los últimos es razonable. El mundo de los negocios descarados y de la voracidad no tiene límites hoy, por eso tiene gran valor la lucha para preservar esta riqueza de la nación.
Otro hecho incuestionable es que PEMEX no puede seguir con la situación de los últimos años, definida por el despojo. Un cambio es necesario, pero no el de los privados como amos y señores, sino el de hacer efectiva la principal riqueza nacional como punto fuerte de la soberanía y como base de un nuevo modelo de desarrollo: por eso tiene gran valor un debate abierto en que se encuentren las mejores fórmulas para que esta riqueza se utilice plenamente en favor del desarrollo y el bienestar del pueblo. Si no seguiríamos fuera de foco.
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