Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
Solía decir Cosío Villegas que la publicación de libros es el sistema respiratorio de los intelectuales: la señal incontrovertible de que aún están vivos, aunque no siempre revele el estado de su salud. Este se manifiesta por la aceptación que tengan entre los lectores y por la influencia que ejerzan sobre los acontecimientos futuros.
Esa es la necesidad vital que atendí hace algunos días con la presentación de un volumen titulado: “La ruptura que viene”. Ortiz Pinchetti publicó en 1990 su obra premonitoria “La democracia que viene” en la que me ubica como uno de los “adelantados” del proceso que se iniciaba. Mi trabajo serviría para demostrar que ésta todavía no ha llegado y que sus principios han sido abiertamente traicionados.
Se trata de un ensamblaje editorial de textos recientes -de diversa factura- y aspira a ser un testimonio histórico de acontecimientos definitorios de la transición mexicana en los que he tenido participación relevante. El primero -Compromisos- que documenta el despertar democrático, apareció en 1988, los otros cuatro son crónicas documentales y el anterior –Reforma del Estado- que vio la luz en el 2001, es una obra colectiva que condensa los objetivos mayores del cambio de sistema.
Javier Garcíadiego asegura que si nuestros políticos dejaran por escrito sus actuaciones la tarea del historiador sería mucho más sencilla. La cultura del sigilo es de origen palaciego, propia de los regímenes autoritarios en que los súbditos quedan confinados al rumor, la especulación y la sátira. Sostengo que sin conciencia compartida no hay nación, pero que sin memoria política no hay democracia.
El libro no es un alegato en contra de nadie -cualesquiera que hayan sido sus faltas u omisiones- sino a favor del conocimiento y discusión de los hechos. El ejemplo sin precedentes de los debates sobre la cuestión petrolera debiera instarnos a discutir en voz alta nuestros grandes problemas, que se inscriben -todos- en una perspectiva histórica y a la sanción de los responsables de nuestras catástrofes nacionales.
El pecado mayor del diagnóstico que dice fundamentar las iniciativas del Ejecutivo es su carácter ahistórico. El desastre petrolero es huérfano; carece de autores aunque abunden los saqueadores. Ni una palabra respecto de las decisiones que condujeron a la dilapidación de los recursos, la ruina de la industria, la tragedia neoliberal y la supeditación económica del país.
En el universo de los hidrocarburos se concentran las desviaciones fundamentales que hemos padecido. Ello explica la trascendencia de la consulta popular del domingo 27 y las que seguirán. Con independencia de diferencias semánticas sobre las preguntas planteadas, los ciudadanos tendrán -por vez primera a escala nacional- la oportunidad de pronunciarse sobre decisiones cruciales para el porvenir del país. Ejercerán también la potestad de juzgar sin apelación a la clase dirigente.
En las numerosas entrevistas de estos días he afirmado que México ha vivido sin duda una transición, pero que no podríamos llamarla democrática. Ha ocurrido más bien una coagulación oligárquica, merced al reparto de influencias y prebendas entre las cúpulas de distintos partidos, la sujeción de las instituciones políticas a los intereses económicos y los imperios mediáticos, el resurgimiento de las jefaturas feudales y la derrota inocultable del Estado frente a la delincuencia.
A despecho de Montesquieu, los tres poderes que funcionan en México son el de la calle -impulsado por la izquierda genuina-, el de los arreglos cupulares –que ha propiciado la restauración del “salinato”- y el de los poderes administrativos y fiscales que el gobierno detenta. Es, a todas luces, un formato inviable que más temprano que tarde nos llevaría a una grave confrontación.
Propongo en cambio la reconstrucción de la “polis”, mediante la armonización del pensamiento ilustrado, la participación popular y el estamento representativo. Ello sólo será asequible mediante la ruptura radical con un pasado corrupto y una profunda reforma que privilegie la democracia directa, la descentralización del poder y la transferencia de las decisiones a los ciudadanos. Ese es el camino que comenzamos a andar.
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