Luis Linares Zapata
Ya desde las elecciones de 1988 (de todos los ocultamientos de actas y urnas) una sólida mayoría de la sociedad mexicana había votado por la izquierda. Ello implicaba, de haberse respetado el veredicto para constituir gobierno, un cambio drástico del rumbo neoliberal apenas iniciado o, cuando menos, una reposición (ajustada) del modelo nacionalista que, durante largo tiempo, mostró sus positivos resultados para el crecimiento económico, la fluctuación social y el beneficio colectivo. México se habría adelantado a los vientos transformadores que ahora soplan por vastas regiones latinoamericanas. El anquilosado sistema prevaleciente de poder lo impidió mediante subterfugios fraudulentos, trampas autoritarias y rampantes delitos. Se impuso y profundizó, de ahí en adelante, el cruento modelo conservador que rige hasta estos aciagos días de crisis mundial.
Hubo otra prueba (2006) en que la izquierda volvió a ser frustrada por la renuencia del tinglado dirigente a ceder el poder a través del rejuego democrático. Sólo que esta vez las capacidades de esa mal llamada elite para dar algún resultado positivo son menores, si no es que inexistentes. Así las cosas, el grupo gobernante, ahora más reducido en sus integrantes, dio fehacientes pruebas de su imposibilidad intrínseca para responder a los requerimientos de un país destrozado tras un cuarto de siglo de penurias, fracasos y dolores inmerecidos impuestos al resto de la sociedad. México, de ser gobernado por la alternativa que prevaleció realmente en las urnas (AMLO), se habría incorporado al concierto que por ahora rige en Latinoamérica.
Pero tal aventura continental no sucede en el vacío ni de manera fácil o espontánea. Se ha fraguado por el cruento fracaso de las fórmulas neoliberales diseñadas según las pautas del acuerdo de Washington. Tales fórmulas se propagaron con entusiasmo por una enfermiza amalgama de tecnócratas, plutócratas y políticos decadentes locales, guiados y hasta controlados por los centros hegemónicos del poder mundial. Parte sustantiva de la academia, junto con publicistas e intelectuales orgánicos, tanto del gobierno como de las organizaciones empresariales y de los medios masivos, colaboró activamente en la tarea de convencimiento y distracción.
Se ha esparcido la especie de que la izquierda, tanto en 88 como en 2006, no supo retener lo obtenido en las urnas, que le faltó arrojo, organización o talento negociador. Unos afirman, porque así conviene a sus visiones y complicidades, que no se vigilaron las casillas y por ahí se les coló el fraude a pesar de que la coalición Por el Bien de Todos fue la que más las cuidó. Otros más aducen que los triunfadores efectivos (CCS y AMLO) no supieron o no quisieron negociar con los usurpadores (Salinas y Calderón). En contraste con esa incapacidad negociadora que le atribuyen a la izquierda, el PAN primero y después el PRI supieron tomar sus respectivas oportunidades. Concluyen, sin meditar más allá de las sentencias terminales de la propaganda oficial, que el PAN pudo imponerle a Salinas su programa y con ello cogobernar. El PRI, por su lado, sostiene que ha aprovechado el tajante rechazo de AMLO a la continuidad del modelo de gobierno, y a cualquier trato con Calderón, para superar su terciario lugar como fuerza política. Tales posturas, de manera por demás interesada o simplista por lo menos, se olvidan de la íntima confluencia habida, en ambas ocasiones, entre las distintas facciones de la derecha para contrariar la voluntad popular. El sistema aún vigente empleó, con diferencias para cada ocasión, todos los recursos, mecanismos, instituciones e intimidaciones a su alcance en su afán de asegurar su prolongación. En ambos casos la decisión fue la misma: retener el poder sin importar el costo. En 88 porque, sin la menor sombra de duda o pudor, así lo declaran los actores principales. En 2006 porque el instrumental usado quedó descrito, con todo cinismo, en la detallada retahíla de artimañas enunciadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para justificar la confirmación de Calderón.
Sobre lo ocurrido en 88 y en 2006, sin embargo, hay quienes siguen predicando que no cuentan con prueba alguna que soporte el fraude. Unos (Salinas) aducen la verdad jurídica: las actas están en el archivo de la nación, afirman con desparpajo interesado. Soslayan que en 88 las urnas fueron quemadas a pesar de la oposición de nutrido contingente de diputados, y 25 mil nunca fueron mostradas (en total más de 50 mil). Otros aducen (2006) que el listado de cada una de las más de 100 mil casillas está disponible en la Internet, pero nunca se contrastaron con las boletas (ya lo habían hecho más de un millón de mexicanos, repiten con sorna poco disimulada sus publicistas). Poco importa ya, pero el académico del CIDE (J. A. Crespo, 2006: hablan las actas) ha demostrado, en su acuciosa revisión, los numerosos errores no sólo de sumas, sino de variadas incongruencias en al menos la mitad de las actas que pudo estudiar. Dicha elección, igual que la de 88, debió anularse o abrir todos los paquetes y contar las boletas para determinar, sin dudas, la legitimidad del vencedor.
En ambos casos la autoridad gobernante se impuso (Cámara de Diputados y TEPJF) e impidió que las elecciones se limpiaran. La continuidad ha seguido su curso y las consecuencias para el desarrollo del país son por demás funestas. Un cuarto de siglo perdido para el bienestar colectivo. Ahora se tiene un país donde 70 por ciento de sus habitantes tienen ingresos menores a 6 mil pesos, y millones en pobreza extrema, la hacienda pública recauda sólo 9 por ciento del PIB en impuestos y la cuenta corriente de la balanza de pagos y la comercial arrojan déficit crecientes e insostenibles. Se ha perdido la seguridad alimentaria y la energética está en serio peligro. Se extranjerizó el sistema de pagos (banca) y se enseñorearon la especulación y los abusos. El analfabetismo todavía es un estigma sobre amplísimos sectores de la población y la juventud no encuentra cabida en las instituciones de educación media y superior. La migración es un flagelo junto con la inseguridad, elevada a grados de monstruosas deformaciones, mientras la concentración del ingreso y la riqueza llega a niveles obscenos. La fábrica nacional está por completo desintegrada. Ello es sólo parte de los costos de continuar con el modelo impuesto por ese tinglado derechista que se apropió, con rampante ilegalidad, del los mandos de esta sangrada república.
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