Editorial
El debate ha cobrado fuerza a medida que se acercan las elecciones federales del próximo 5 de julio: ¿se debe o no anular el voto? A lo que puede verse, la primera de estas opciones –ampliamente promovida en Internet y en diversos espacios televisivos y radiofónicos– ha ganado muchos adeptos, a grado tal que consejeros del Instituto Federal Electoral, si bien han reconocido el derecho de los ciudadanos a anular el sufragio, cabildean para que la Cámara de la Industria de Radio y Televisión (CIRT) valore el impacto de la difusión de los mensajes que promueven el voto en blanco.
Los partidarios y promotores del voto nulo sostienen que la medida constituye una forma válida de protesta y hasta de castigo en contra de una partidocracia a la que se percibe divorciada de las demandas y las necesidades de la población, y consagrada a la defensa de sus privilegios. Esto equivaldría, según los defensores de la anulación, a asumir un papel crítico durante las elecciones sin que ello implique desentenderse de la responsabilidad ciudadana de sufragar.
Por su parte, quienes están en contra de la anulación del sufragio argumentan que la democracia se fundamenta en instituciones y al día de hoy la ley no contempla otro medio de ejercer los derechos político-electorales que a través de las organizaciones partidistas. Asimismo, sostienen que la medida que se comenta puede resultar contraproducente por cuanto acabaría por favorecer al llamado voto duro de los partidos, en detrimento de los ciudadanos independientes, y porque, contrariamente a lo que afirman los defensores, neutralizaría el voto de castigo. En ese mismo sentido, no ha faltado quien concibe esa anulación como un mecanismo que terminaría por favorecer los intereses del grupo que detenta el poder, pues facilitaría la permanencia del statu quo. A estos señalamientos deben sumarse los hechos ayer por el consejero del IFE Marco Baños, en el sentido de que el sufragio nulo equivale a que los ciudadanos se excluyan de la integración de la Cámara de Diputados.
Sin afán de desestimar las críticas a las posturas anulistas, es claro que existe un desencanto ciudadano frente la institucionalidad política del país, que se explica, en buena medida, como consecuencia del desaseo imperante durante el proceso electoral de 2006, que incluyó el entrometimiento ilegal del entonces presidente Vicente Fox en favor del candidato de su partido, así como la intervención de las cúpulas empresariales en contra del ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador; la posterior negativa del órgano electoral a contar la totalidad de los sufragios, y el inverosímil fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, organismo que sostuvo, por decirlo en breve, que los comicios habían sido sucios, injustos e inequitativos, pero a fin de cuentas válidos. Estos elementos, en conjunto, sumieron a la institucionalidad electoral en un profundo descrédito, del cual todavía no se ha recuperado.
Por otro lado, no puede obviarse que este debate ocurre con el telón de fondo de una campaña emprendida desde hace casi dos años, por los consorcios mediáticos en contra de leyes electorales vigentes, las cuales prohíben la contratación de espacios para difundir propaganda comicial y afectan, por tanto, los intereses de los concesionarios de medios electrónicos de comunicación, al mermar sus ganancias y su margen de maniobra para incidir en las preferencias de la ciudadanía. Tal campaña ha tenido el inocultable fin de sembrar en la población animadversión en contra del IFE y los partidos políticos y deteriorar de esa forma la de por sí menguada credibilidad de la institucionalidad político-electoral del país. Para ello, los concesionarios de radio y televisión se valieron en su momento de presiones y mentiras contra los legisladores que discutían las reformas en materia electoral, en septiembre de 2007; meses después, en enero de este año, el duopolio televisivo transmitió una serie de promocionales en bloque durante distintos encuentros deportivos, lo que generó comprensibles molestias entre los telespectadores.
Hoy, a casi tres años de los desaseados comicios presidenciales de 2006 y a un mes de la siguiente renovación de diputados, el país necesita de procesos electorales justos, transparentes y confiables. Autoridades y partidos políticos deben estar conscientes de que en la medida en que no se solucionen los problemas de fondo –comenzando por la crisis de representatividad que acusa el actual sistema político– no se pondrá fin al hartazgo, la apatía y el desaliento ciudadanos.
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