domingo, agosto 26, 2007

Cambiar la ecuación

Rolando Cordera Campos

Aquello de rebasar a Andrés Manuel López Obrador por la izquierda quedó en ocurrencia un tanto pueril, mientras que su viabilidad fue hecha añicos por los desfiguros del partido azul y sus verdaderos mandantes de la iniciativa privada, que sin contemplaciones desfiguraron la ingeniosa reforma del secretario Carstens. La cuestión es que la realidad nacional y mundial se empeñan en mostrar la necesidad de que el país marche a través de un curso de reformas sociales y económicas progresista, emparentado con algunas de las propuestas centrales que la coalición Por el Bien de Todos enarboló el año pasado.

Más que de una paradoja, se trata de una muestra más de que algunas de las asignaturas básicas del cambio político y económico para globalizar a México no se cursaron, o de plano se reprobaron, y ahora nos pasan sin piedad sus facturas. Una de ellas es, desde luego, la del andamiaje político electoral, sometido a la dictadura de los medios y el dinero, pero no están atrás las que nos refieren a la hacienda pública, o los mecanismos fundamentales que hacen posible la subsistencia y reproducción de la sociedad. En nuestro caso, la penuria no es sólo coyuntural, fruto de la desventura económica, sino estructural, y marca sin contemplaciones la vida toda de la mayor parte de los habitantes.

El fantasma del hambre sigue entre nosotros a pesar de los avances materiales logrados, en tanto que la salud y la seguridad social penden de un hilo porque las decisiones primordiales para universalizarlas se han pospuesto una y otra vez, sometido como está el Estado a la miopía de las elites del dinero y al dogmatismo de los que deciden desde la vicepresidencia económica, consagrada en Palacio después de la rendición del gobierno de Fox ante el embate del eje financiero que se apoderó de los resortes de la administración económica del Estado. Afirmar la soberanía popular no es así anacronismo o nostalgia por el viejo régimen, sino necesidad vital del país todo.

Después de las crisis que asolaron la vieja tranquilidad que nos legó el desarrollo estabilizador, la población cambió expectativas de mejoramiento y movilidad por una estabilidad precaria y socialmente muy costosa. El fantasma del desequilibrio se impuso a la necesidad de explorar y aventurar en pos del desarrollo, y la globalización se volvió caja de herramientas para los arquitectos del statu quo.

Nada se puede hacer, porque la globalización nos lo impide o nos lo cobra muy caro. Política industrial para las nuevas circunstancias, imposible, y de ahí la renuncia oficial a siquiera intentarla que Ernesto Zedillo y Jaime Serra Puche volvieron mandato bíblico. Reforma fiscal progresiva y redistributiva, jamás, porque nos saca de la competencia y aleja los capitales. Reforma social imposible, porque vaya usted a saber qué hagan nuestros adversarios en la interminable pugna por los tratados de libre comercio más baratos. En fin, dejar hacer y dejar pasar cuando otros, como Corea o China, India o Brasil, se empeñan en la ortodoxia de sus intereses nacionales y ponen de cabeza a una sabiduría convencional que pierde acólitos con los días.

Rumbo a las colisiones que el mal humor presidencial amenaza volver repetición cómica de los desfiguros foxianos, lo que se impone es encontrar las coaliciones mentales y políticas que nos permitan cambiar los términos de la ecuación que impuso el neoliberalismo vernáculo hasta volverla leyenda campirana. No es renunciando al cambio a favor de la soberanía popular y el bienestar social como podremos estar y vivir la globalización, sino al revés. La reforma social para empezar a erigir un auténtico estado de bienestar es una condición sin la cual ese estar en la globalización se vuelve antesala del infierno. Y lo mismo podría decirse de la democracia: sin compromisos reales, exigibles, en materia de protección y justicia sociales, no habrá discurso democrático que dure y madure, ni instituciones republicanas que articulen la lealtad ciudadana. No creo que en esta circunstancia sea el tiempo lo que nos sobre.

No es misión imposible sino de poner en orden la gramática de nuestra desgastada política. En vez de resignarse a sobrevivir en el estado de malestar actual, empezar a caminar hacia una Estado socialmente responsable. En lugar de empeñarnos en globalizar a la nación sin terminal de llegada, dar los pasos primeros para nacionalizar la globalización y apropiarnos de sus frutos y promesas.

El rumbo de una izquierda dispuesta a salir de la cuna y dejar atrás el autismo de tribus y exhibicionistas baratos. No es mucho pedir.

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