Pedro Miguel
Ejecución número 400
Colombia: 20 años de paramilitarismo
Parece ser que la primera vez que se usó la expresión melting pot (“crisol”) para referirse a los distintos orígenes étnicos y culturales que confluyen en la población estadunidense fue en la obra homónima del escritor sionista Israel Zangwill, estrenada en 1908 en Washington, y que es una suerte de adaptación de Romeo y Julieta al contexto de la inmigración rusa en Estados Unidos: los personajes centrales son David Quixano, de origen judío, y Vera, de familia cristiana. Asimismo, The Melting Pot antecede en medio siglo al célebre musical West side story, en el que se desarrolla una historia de amor entre Tony, un polaco-estadunidense, y María, una puertorriqueña. Años más tarde la corriente multiculturalista impugnó las apologías del melting pot señalando que la asimilación cultural al universo anglosajón parecía más licuadora que crisol, en la medida en que despojaba a las minorías de su identidad. Un dato interesante es que las primeras odas a la licuadora cultural hacían referencia a los ingleses, a los escoceses, a los irlandeses, a los holandeses, a los germanos, a los suecos y a los italianos, pero solían omitir a los negros y a los latinoamericanos.
Noticias del melting pot: un joven descendiente de esclavos negros introducidos al actual territorio estadunidense por mercaderes holandeses es acusado de asaltar una tienda y asesinar en la acción a su propietaria, una inmigrante vietnamita que roza la cincuentena. Un cliente de la tienda, de origen latinoamericano, y quien resulta herido en el hombro, cree identificar a Johnny Ray Conner como el agresor. Otros dos testigos coinciden en la identificación y concuerdan en que el asesino escapó corriendo del lugar del crimen.
Los tres testimonios divergen radicalmente sobre la manera en que iba vestido el delincuente, y ninguno de ellos hace mención a alguna discapacidad evidente en su persona. Días más tarde, la policía encuentra, en los alrededores de la tienda asaltada, una lata de refresco con una huella digital perteneciente a Conner, quien resulta ser un reincidente con una larga historia de delincuencia juvenil. Se arresta al muchacho –de 23 años, para entonces–, y con una celeridad escalofriante un jurado lo declara culpable y un juez lo condena a muerte. La justicia pasa por alto inconsistencias escandalosas en los testimonios, como el hecho de que Johnny cojea de manera ostensible debido a una reciente fractura ósea, un detalle que no fue mencionado por ninguno de los testigos cuando refirieron la forma en que el criminal escapó del sitio. Johnny Ray Conner fue ejecutado en las primeras horas del miércoles pasado en el mortífero condado de Harris, Texas.
Esto sería sólo una historia corriente, no la más aberrante de todas, en el largo historial de asesinos institucionales de buena parte de los estados que conforman la Unión Americana. La singularidad del caso de Johnny no radica en la precariedad de las acusaciones con base en las cuales fue sentenciado a la pena capital, ni en el racismo y el clasismo con que operan los jueces que controlan la aguja de los venenos en el país vecino, sino su lugar en la estadística: con la muerte de Conner sumaron 400 las ejecuciones en Texas desde el restablecimiento de la pena de muerte en Estados Unidos, en 1976.
Ante la inminencia de que la tierra de George W. Bush se engalanara con ese récord, la Unión Europea dirigió al gobernador de Texas, Rick Perry, un llamado a que detuviera las ejecuciones, le pidió que diera un descanso a la jeringa y señaló: “No hay evidencia alguna que sugiera que el uso de la pena de muerte sirve como disuasión a la criminalidad violenta, y lo irreversible del castigo significa que los extravíos de la justicia, inevitables en todo sistema legal, no pueden ser corregidos”.
En una respuesta por medio de su vocero, Perry se insolentó: “Hace 233 años nuestros abuelos pelearon una guerra para expulsar el yugo de una monarquía europea y lograr la libertad de la autodeterminación [...] Los texanos decidieron hace mucho tiempo que la pena de muerte es un castigo justo y apropiado para los crímenes más horribles cometidos contra nuestros ciudadanos [...] Para hacer las leyes de nuestro país no nos basamos en la opinión internacional”. Cosas parecidas decían, en su momento, Augusto Pinochet y Slobodan Milosevic. Lo más terrible del caso es que el mandatario republicano puede sentirse tranquilo en un país en el que dos de cada tres ciudadanos siguen pensando que ejecutar a los asesinos es una práctica muy correcta, por más que la inyección venenosa se aplique de cuando en cuando en las venas de individuos inocentes. En ese contexto, cualquier político sabe que una opinión en contra de esta porquería moral se traduce, invariablemente, en una perceptible pérdida de votos.
Por lo que respecta a Texas, es posible que la fábrica de cadáveres que funciona en el condado de Harris –una de las pocas empresas del estado que no se ha vuelto negocio particular en el contexto de la privatización de casi todo– esté empezando a generar cierta sensación de asco entre la población, porque entre 1999 y 2005 el respaldo a la pena de muerte entre los texanos pasó de 68 a 60 por ciento. Y se pregunta uno cuántas sesiones de degradación en la cámara de ejecuciones faltan todavía antes de que ese apoyo empiece a ser minoritario.
Las referencias de lo anterior están en navegaciones.blogspot.com, y a otra cosa: Se cumplen en estos días 20 años de los asesinatos de Luis Fernando Vélez, Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur Taborda y Pedro Luis Valencia Giraldo, en Medellín, Colombia. El primero era líder del Sindicato de Institutores de Antioquia; el segundo era médico y presidía el Comité de Derechos Humanos de ese departamento; el tercero era vicepresidente de ese organismo. Los tres eran profesores de la Universidad de Antioquia y sus nombres habían aparecido poco antes en una lista negra divulgada por un grupo de paramilitares.
Recuerda Martha Helena Montoya que poco antes de su muerte, Abad Gómez le había dicho en una conversación telefónica: “Martha, ya tocamos fondo; ¿qué más puede seguir ahora?” Lo que siguió fue “ver su rostro en medio de un charco de sangre, su camisa blanca toda manchada, y su esposa de rodillas ante el cadáver, recogiendo la sangre con un pañuelo y preguntándole con estupor a su hija si alguna vez había pensado que eso les llegaría a pasar” (altair.udea.edu.co).
20 años después, el bando moral de los asesinos de esos luchadores es gobierno en Colombia: los paramilitares lograron colocar a numerosos representantes suyos en el Legislativo y a un parapresidente: Alvaro Uribe Vélez.
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