Jesús Arboleya Cervera
A raíz de la convocatoria a un plebiscito sobre reformas a la Constitución venezolana, se ha desatado una impresionante campaña internacional contra el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. El inusual exabrupto del rey Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana; la patada de Uribe a la mesa de negociaciones con la guerrilla colombiana, donde Chávez actuaba como mediador; incluso las quejas de Michele Bachelet, que lo culpa de los precios del petróleo, son demasiados incidentes para suponer que se trata de una mala racha. El único que no ha hablado es el gobierno norteamericano, no le hace falta.
No existe un medio informativo, integrado de una forma u otra a las redes transnacionales de comunicación, que no haya destacado estas noticias, presentándonos a Chávez como un megalómano desquiciado, con tan poca educación que es capaz de insultar a personas tan venerables como su majestad, cuya “alma de dictador” queda en evidencia, por la supuesta represión a los “inocentes” estudiantes que actúan en su contra. Ni que decir de la naturaleza democrática del plebiscito: “Que sean o hayan sido populares y ganaran elecciones no hace de ellos demócratas”, ha dicho Vargas Llosa, en el famoso artículo que El País quiere prohibir citar a Rebelión, con lo que reproduce casi al calco, pero con otra intención, los argumentos del vicepresidente cubano Carlos Lage, en respuesta al alegato de Zapatero en defensa de José María Aznar. De lo que resulta, que ahora la derecha se apropia de la dialéctica y las sacrosantas elecciones, bajo cuya sombrilla se han instalado tantos gobiernos espurios, incluyendo el de George W. Bush, son y no son factor de legitimidad, depende de quien las gane.
De la derecha, que sí sabe lo que quiere, no podía esperarse otra cosa, pero la izquierda, al menos ciertos sectores de ella, es siempre más ingenua. La revolución bolivariana es un campo de batalla donde se han ensayado golpes de Estado, huelgas patronales financiadas por Estados Unidos, sabotajes a la industria petrolera y la planificación de magnicidios y otros actos terroristas, que incluyen el asesinato de jueces, incluso de personas inocentes, que después la prensa se encargó de achacar a las fuerzas chapistas, mediante un reportaje manipulado que ganó un premio del rey de España. Nada de ello debe sorprendernos, “cada revolución engendra su propia contrarrevolución”, nos dijo Carlos Marx, y el Che advirtió que las revoluciones eran muchas veces un proceso de “contragolpe”, porque sus enemigos no se quedaban con los brazos cruzados.
Este es el verdadero escenario de la revolución bolivariana, por lo que resulta descabellado suponer que la política de Estados Unidos hacia Venezuela está “signada por la inacción”, como afirman algunos especialistas. Va contra la lógica imaginar que la política norteamericana no emplea todo su potencial contra un proceso que altera su capacidad de dominio en la región y pone en peligro el control estratégico de los recursos energéticos del mundo, lo cual está en el centro de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos y es la razón que los ha llevado a la guerra en el Medio Oriente. Miles de millones de dólares ha invertido el gobierno estadounidense en su ofensiva contra Venezuela, algunos son fácilmente rastreados a través de las “donaciones legales” de entidades públicas, mediante las cuales se santificaron los pecados antes achacados a la CIA, pero muchos más, y con fines más turbios, se invierten a través de sus servicios subversivos. Lo que no aparece en la política pública, se hace en secreto, y no existe patrón ético que limite estos esfuerzos. La revolución bolivariana no es una revolución pacífica y no es por su culpa.
Por tanto, resulta lamentable que ciertos sectores de la izquierda latinoamericana, especialmente algunos que se definen como intelectuales marxistas, no hayan cerrado filas en defensa de la revolución bolivariana y se desgasten, y nos desgasten, en disquisiciones filosóficas, que tienen poco asidero en la práctica y malamente sirven a ella. Mientras el pueblo venezolano sale a las calles en defensa de “su” presidente y Chávez despierta el apoyo popular en cualquiera de los países que visita, estos intelectuales marxistas se dedican a observar con un microscopio la “pureza” conceptual del movimiento revolucionario venezolano y descalificar su naturaleza socialista.
Las razones que aducen son siempre teóricas: se trata de un movimiento populista, encabezado por un caudillo autoritario, cuyo proyecto no cumple con las reglas del “modelo” considerado como válido por los pitonisos del “socialismo del siglo XXI”. De nada vale que en Venezuela se haya desplazado del poder a la oligarquía testaferro del imperialismo o que actualmente la riqueza se distribuya de forma más justa que nunca antes en el país; según algunos, estos cambios no trascienden “el marco de la cremística de mercado” y seguimos en presencia de un Estado rentista, que no clasifica dentro del modelo de socialismo diseñado por los nuevos dogmáticos. Si Chávez moviliza al pueblo mediante sus arengas y programas televisivos, se nos alerta contra la demagogia resultante de la falta de organicidad de las instituciones y si trata de organizarlo, entonces debemos cuidarnos del peligro de la dictadura del partido único. En lo de sofistas compitan con Vargas Llosa, aunque con menos talento literario.
Algunos dicen que Chávez se parece más a Perón o a Lázaro Cárdenas que a Carlos Marx. Otros lo acusan de querer ser un nuevo Fidel Castro, como si ello fuese un defecto. Yo prefiero compararlo con Salvador Allende, con similares ideales y contradicciones, aunque con la diferencia, de que gracias a la experiencia chilena y la suya propia, Chávez ha seguido la recomendación que Fidel le hizo a Allende y no ha dejado tomarse las calles por la oligarquía. De todas formas, para los críticos encumbrados esas manifestaciones populares no son “bellas”, están faltas de estética, “meten miedo”, y eso no se ajusta al gusto de algunos intelectuales y activistas de izquierda, que prefieren hacer revolución en los foros académicos, aunque afuera la gente se mate a palos.
Siempre me he preguntado por qué los partidos marxistas de América Latina nunca pudieron generar verdaderos movimientos de masas a lo largo del siglo XX y, sin embargo, sí pudieron hacerlo movimientos populistas menos organizados y conscientes. Está claro que esta pregunta no tiene una sola respuesta, pero me inclino a pensar que un factor a tener en cuenta, es que los movimientos populistas encarnaron mejor el enfrentamiento a la naturaleza neocolonialista del régimen de dominación existente en la región.
Influidos por las corrientes europeas de “clase contra clase”, del “socialismo en un solo país”, del “frente amplio antifascista” o de la “coexistencia pacífica” en el contexto de la guerra fría, los partidos marxistas fueron incapaces de comprender la naturaleza transnacional del régimen neocolonial y sus particularidades a escala nacional. Los movimientos populistas, sin embargo, se centraron en las disputas con el emergente imperialismo norteamericano y, aunque fuese de manera instintiva o demagógica, plantearon un reto mucho más efectivo al sistema, lo cual despertó el apoyo de las grandes masas en sus respectivos países y de importantes sectores de la intelectualidad revolucionaria que, actuando muchas veces a contrapelo de las directivas de los partidos, expresaron un pensamiento renovador y comprometido con las causas sociales del momento, lo cual, salvo muy honrosas excepciones, no ocurre igual en la actualidad.
La limitación de estos movimientos populistas fue que estuvieron encabezados por sectores de la burguesía nativa, los cuales a la larga fueron derrotados debido a sus propias contradicciones o simplemente se plegaron a los intereses del capital, sumándose a la burguesía testaferro, encargada de administrar el modelo de dominación. Como consecuencia de esto, se consolidó el régimen neocolonial en todo el continente y prácticamente ya no existen los sectores nacionalistas de la burguesía que encabezaron estos movimientos, por lo que en la actualidad el enfrentamiento al sistema neocolonial solo tiene un sujeto social posible: las capas populares de la población, encargadas, por suerte, de dirigirse a sí mismas.
Como resulta imposible el capitalismo de masas, la única alternativa es el socialismo, lo que nos coloca en la interesante problemática de que, visto de esta manera, el socialismo no es el resultado más acabado de las luchas populares, sino una precondición de su posible éxito, toda vez que no existe otra manera de organizar el poder popular. Ahora bien, este socialismo no tiene un modelo único, sino que se expresa como un proceso encaminado al desmantelamiento del sistema neocolonial, mediante acciones que tienen que ajustarse a los requerimientos de las condiciones específicas de cada momento y país, donde prima el componente subjetivo del ejercicio del poder revolucionario. Quizá esta es la esencia del socialismo del siglo XXI, que algunos dicen Chávez no pude explicar.
Está claro que desde el poder se cometen muchos errores y los mecanismos de ajuste incluyen la necesaria participación popular en las decisiones y en su control, pero la democracia socialista no actúa en el vacío, sino que también se construye en la praxis del proceso revolucionario, siendo reflejo de la gradual consolidación de la hegemonía popular, lo cual está muy lejos de ser una realidad en el caso venezolano. Vale entonces establecer la sabia diferencia entre “proyecto y proceso”, que nos enseñó Pablo González Casanova.
Aún así, el gobierno de Venezuela, consciente de que no puede brindar excusas a la intervención extranjera en el contexto de la “guerra contra el terrorismo”, ha actuado apegado a las reglas del juego democrático representativo impuesto por el sistema neocolonial, dejando fuera de la legalidad establecida a la oposición, que es quien ha violentado estas reglas con absoluta impunidad. Ello acarrea sus inconvenientes, toda vez que el imperialismo puede contar con el potencial contrarrevolucionario casi intacto de la oligarquía, expresado en una capacidad económica alimentada por el capital extranjero, el sostenimiento de un vínculo orgánico con la clase media y el control mediático del país, equiparado solo por la capacidad movilizativa de la acción personal del presidente Chávez. Esta situación explica el protagonismo de Chávez en el proceso revolucionario venezolano, por lo que la crítica al supuesto caudillismo entraña, en las condiciones actuales de Venezuela, el debilitamiento de una de las fortalezas básicas de la revolución y su esencia democrática, toda vez que ella expresa la única relación efectiva del pueblo con el gobierno.
Al frente de un movimiento prácticamente espontáneo llegó Chávez a la presidencia de Venezuela y también de manera espontánea lo reinstaló el pueblo en su puesto, cuando fue depuesto y encarcelado por los golpistas. Cada nueva victoria electoral y cada derrota de los planes de la oligarquía y el imperialismo han representado un paso en la maduración de las estructuras que deben canalizar este respaldo popular. Lo característico del proceso revolucionario venezolano es que, en vez de debilitarse, se ha consolidando a partir de las agresiones, dando muestras de una extraordinaria vitalidad. Todo lo demás es secundario si nos centramos en la evaluación del proceso, aunque ello no es una garantía absoluta respecto al futuro, ya que otras variables inciden en la estabilidad del régimen.
La revolución bolivariana se asienta en dos fuerzas de por sí heterogéneas en lo político e ideológico: un movimiento popular escasamente organizado, donde conviven sectores diversos con diferentes perspectivas e intereses y las fuerzas armadas, hasta ahora básicamente fieles al presidente, aunque por su naturaleza castrense siempre albergan la posibilidad de divisiones y traiciones al movimiento revolucionario. La propia estructura gubernamental de Venezuela donde se otorgan plenos poderes a gobernadores y alcaldes, incluyendo el control de las fuerzas de la Guardia Nacional en sus territorios, y la existencia de un Banco Central autónomo, que prácticamente está en capacidad de controlar la economía, contribuye a dificultar la articulación de las fuerzas bolivarianas y abre espacio a la actividad contrarrevolucionaria encaminada a desestabilizar el país.
Las reformas a la Constitución propuestas por Chávez y aprobadas, después revisadas y modificadas por la Asamblea Nacional, que es la entidad que convoca al referéndum, están precisamente destinadas a resolver estos problemas. Un nuevo estatuto para las fuerzas armadas, donde se enfatiza su carácter popular y antiimperialista, a la que se agrega como un componente más las actuales reservas, reafirmando este carácter popular; la institucionalización del carácter militar de la Guardia Nacional, con lo que deja de ser policía privada de los gobernantes locales; el fin de la autonomía del Banco Central; la creación de diversas modalidades de propiedad social, aunque se respeta la existencia de la propiedad privada; la reducción de la jornada laboral y el establecimiento de un Poder Popular, que tendrá expresión en el autogobierno de comunidades y ciudades, fiscalizador en definitiva de los poderes central y locales, forman parte del paquete de medidas propuestas, junto con la posibilidad de la reelección indefinida por términos de siete años del presidente del país.
Resulta tonto proponer que, en virtud de una pretendida pureza de los procedimientos electorales, las propuestas de reformas se voten por separado, aislando el tema de la reelección indefinida del resto del paquete, cuando precisamente es la reelección la que asegura la estabilidad de las reformas. Sería un suicidio político alentar en estos momentos la posible sucesión de Chávez, porque la continuidad de la revolución bolivariana no tiene otro asidero estructural. Lo sabe tan bien el imperialismo que contra él y solo contra él van dirigidos los ataques, hasta el punto, que el intento de magnicidio aparece cada día como la opción más probable. Los cubanos conocemos bien la experiencia, pero ciertos teóricos de la izquierda parece que siempre juegan a perder y más que marxistas son seguidores del barón de Coubertin, el cual, refiriéndose al deporte, señaló que “el problema no era ganar, sino competir”. En política es distinto, porque las derrotas son terribles, especialmente para los movimientos revolucionarios.
El liderazgo de Chávez resulta indispensable para canalizar este proceso, simplemente porque no existen las estructuras organizativas que puedan hacerlo. No existen, porque uno de los objetivos del sistema neocolonial, particularmente en su fase neoliberal, ha sido desmantelar las estructuras de la resistencia popular, las cuales es necesario construir sobre la marcha, dando forma a un Estado socialista que tendrá que superarse cada día, en medio de una revolución permanente.
Desde el punto de vista económico, el proceso venezolano cuenta con la tremenda ventaja de la riqueza petrolera. Pero, a su vez, tal riqueza ha determinado una estructura económica rentista y dependiente que no puede ser eliminada de un plumazo. A lo más que puede aspirarse es a socializar esta renta, invertir en la diversificación productiva y buscar disminuir la dependencia imperialista mediante la integración económica con el Tercer Mundo, especialmente con América Latina, donde la integración reviste, además, capital importancia para la supervivencia política del proceso. Si analizamos desde una óptica revolucionaria el proceso revolucionario venezolano, encontraremos que esta ha sido la política de Hugo Chávez, sin obtener el crédito que merece por parte de muchos de los llamados pensadores marxistas de América Latina.
Gracias a esta estructura económica rentista, el neocolonialismo en Venezuela pudo sostener a una fuerte clase media y a una superestructura ideológica que controló los medios de comunicación y cooptó a amplios sectores de la vida cultural del país. Se dice que muy pocos intelectuales venezolanos apoyan al gobierno de Hugo Chávez, sin analizar su masiva condición de privilegiados del régimen neocolonial. El sistema universitario tampoco escapa a esta lógica y ello explica las “revueltas estudiantiles”, alentadas muchas veces por sus propios profesores y la jerarquía eclesiástica, dueña de estas instituciones.
En Cuba, primera neocolonia de Estados Unidos, triunfó hace casi cincuenta años la primera revolución antineocolonialista de la historia. Le siguieron múltiples intentos fracasados en América Latina, con alcances represivos que llegaron al genocidio. La debacle del campo socialista europeo vino a completar un estado de confusión y desaliento, que marcó a la izquierda latinoamericana, de cuyo letargo no han podido escapar algunos intelectuales.
Para reiniciar las luchas, fue necesaria la emergencia de un movimiento popular que no creyó en la doctrina del fin de la historia y avanzó hacia sus metas reivindicativas al ritmo y la forma que le impusieron las circunstancias. El más trascendente de estos procesos ha sido la revolución bolivariana en Venezuela, donde no es casual que existiera uno de los regímenes neocoloniales más férreos del continente. Si determinados sectores de la izquierda latinoamericana no entienden la esencia y la magnitud de este proceso, simplemente marcharán por detrás de la historia. La práctica revolucionaria requiere de una teoría, pero no de cualquier teoría, sino de una buena teoría, la que resulte útil no solo para interpretar la realidad, sino para transformarla, lo que dijo Carlos Marx era la esencia del marxismo.
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