Editorial
El presidente de Bolivia, Evo Morales, ha aceptado el desafío de la oposición de ese país y anunció que someterá su mandato a un referendo revocatorio que, al menos en principio, se presentaba como un instrumento más de la oligarquía para coartar el proyecto del mandatario. Con ello, Morales ha decidido poner en manos de su pueblo el destino de una nación históricamente dominada por una minoría, que al día de hoy continúa acumulando grandes cuotas de poder político y económico, pero que ha visto amenazados y reducidos sus privilegios con la llegada al poder de un presidente indígena, cuya bandera ha sido, precisamente, la transformación social del país andino.
Ciertamente, la propuesta de consulta popular para decidir la remoción o permanencia del mandatario boliviano no es nueva, ni provino de la oposición: el propio Morales la había presentado en enero como una posible salida para destrabar la aguda crisis política que enfrenta esa nación andina, apuntalada por el debate en torno a las autonomías departamentales, una demanda añeja que, al ser explotada y reivindicada por los grupos oligarcas opositores, principalmente en el departamento de Santa Cruz de la Sierra –el más rico del país–, ha degenerado en un proyecto secesionista que pretende trasladar facultades irrenunciables del gobierno central a las administraciones locales y echar a andar, con ello, un proceso de desintegración nacional. Al parecer, la derecha boliviana quiere aprovechar la coyuntura política actual y decidió, por vía de sus legisladores, aceptar la iniciativa de referendo revocatorio, acaso con la expectativa de reditar los resultados obtenidos el pasado domingo, durante la consulta –antidemocrática, ilegal de origen y desconocida por la comunidad internacional– sobre el “estatuto autonómico” de Santa Cruz.
Frente a esto, el presidente Evo Morales ha optado por someter a decisión popular la continuidad de su mandato. Esto cobra relevancia sobre todo en un contexto internacional en el que las clases políticas de otros países han demostrado incapacidad, sordera y falta de voluntad para atender las demandas ciudadanas, dar voz a los opositores y, en general, para trabajar en aras de los intereses y el bienestar públicos. La postura de Morales denota, en cambio, una clara e inequívoca actitud democrática y una disposición a hacer escuchar todas las voces del conjunto de la sociedad boliviana, lo cual, por otro lado, no es otra cosa más que un acto de congruencia: debe recordarse que la llegada de Morales al poder significó la reivindicación de una población indígena –mayoritaria en esa nación– durante siglos explotada, despojada y excluida de los procesos políticos.
Por lo demás, la apuesta presidencial no está exenta de riesgos: enfrentado a la oligarquía opositora, que controla el Senado, el poder económico e incluso presume el respaldo y las simpatías de “gobiernos afines” en el panorama internacional, Evo Morales no cuenta con aparato de contención alguno, más que el respaldo y la confianza que el pueblo le otorgó en 2005, y el sustento de un proyecto progresista y comprometido con las transformaciones sociales que el país sudamericano necesita con urgencia.
Con este telón de fondo, a los bolivianos les corresponde permanecer alerta, asistir a hacer valer su derecho al sufragio, y denunciar y evitar cualquier intento de subvertir la democracia. A final de cuentas, habrán de decidir entre dos rumbos de país: uno basado en el poder del dinero y en las prácticas ilegales y antidemocráticas, y otro fundamentado en la máxima de que, en democracia, el pueblo es el que manda.
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