Carlos Ímaz Gispert
Los habitantes de la ciudad de México compartimos con el resto de los mexicanos una historia patria llena de momentos de dolor y de alegría, de resistencias heroicas y de traiciones, de derrotas y de victorias, de entre la cuales destacan las vivencias, plenas de entrega y sacrificio por los demás, de resistencia y lucha social, motivo central del reconocido orgullo mexicano por su historia. Nuestro nacionalismo es fruto de la resistencia a ser sometidos, de la lucha por la libertad, no de la opresión a otros. Y aunque muchas de esas luchas no las hayamos “vivido” como generación, son parte actual de nuestra experiencia, de nuestro saber y expectativas, pues son parte de nuestra memoria histórica y, como dicen los sociólogos, también de nuestro imaginario colectivo.
La ciudad de México, la prehispánica Tenochtitlán, es representativa de esa historia de lucha y resistencia colectiva de nuestro pueblo. Los habitantes de la capital nunca se han rendido. Así fue durante la conquista española, las plagas posteriores, la invasión francesa y estadunidense, las inundaciones, etcétera. Ante las adversidades, fueran estas naturales o antropogénicas, sus pobladores han tenido un comportamiento ejemplar, digno, solidario y heroico.
En el siglo XX, esta herencia se actualiza en diversos momentos. Daré sólo dos ejemplos (hay muchos más): 1.- En la segunda mitad el siglo, nuestra ciudad vibró con el juvenil movimiento estudiantil popular de 1968 que, por exigir democracia y libertad fue masacrado, pero no rendido. 2.- Con la contribución de la criminal corrupción y parálisis gubernamental, los terremotos de 1985 nos arrebataron muchas vidas, pero, de nueva cuenta, los habitantes del Distrito Federal no se rindieron. Frente a la destrucción y la muerte sus mujeres y hombres se organizaron, tomaron en sus manos las acciones de salvamento e impusieron una reconstrucción solidaria para los damnificados.
Ahora, en el siglo que recién empieza, no es casual entonces que la gran mayoría de los habitantes de nuestra ciudad no estén dispuestos a renunciar a esa memoria histórica y su saber. Tampoco lo es el que esa conciencia impulse a miles de ellos a organizarse y participar en contra de la privatización de nuestra riqueza petrolera, entendiendo que es un sinsentido práctico e histórico, una transgresión a la Constitución y una hipoteca de nuestro futuro. Como afirmó un brigadista: “nos quieren regresar a los tiempos donde las empresas extranjeras nos saqueaban a su antojo, como si no conociéramos la historia.”
Las y los brigadistas de la Resistencia Civil Pacífica se nutren también de las experiencias organizativas de otras luchas sociales, propias y ajenas, las cuales utilizan y adaptan para cumplir con el mandato de sus conciencias. Saben que los que quieren violentar la Constitución atizarán la campaña mediática que los presenta como “violentos” (intentando legitimar una eventual represión) y como “manipulados” (denigrando y desacreditando la autenticidad de la respuesta social). Saben también que buscarán provocarlos, pues no es fácil resistir pacíficamente, “es mucho más difícil –afirmó una brigadista– que devolver una agresión o salir corriendo. Se necesita mucha convicción y serenidad para el momento en que los policías se te vienen encima, sentarse, agarrarse unas a otras y aguantar, pero cuando lo haces vives la fuerza personal y colectiva de esa respuesta, pues sabes que el enojo te hacía querer responder la agresión o que el miedo te empujaba a escapar, pero que los venciste a ambos, entonces sientes el orgullo compartido con tus compañeras y la dignidad te crece …”
Las ciencias sociales no tendrán capacidad de predicción puntual, pero mucho nos enseñan. La hipótesis de que si avanza el intento de privatizar la riqueza petrolera habrá serias turbulencias sociales, tiene sustento teórico e histórico, pues no se trata “de acabar con un mito y un tabú motivados por la ignorancia”, sino de romper, a contracorriente de nuestra memoria histórica, el pacto social que nos rige.
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