Gustavo Esteva
Prevalece en Oaxaca un ánimo rijoso que expresa rabia, frustración, impotencia, desesperanza y hasta desesperación. Amplios sectores de la población están realmente intimidados. Algunos temen hasta respirar.
La polarización social se ha exacerbado a niveles sin precedente. Lo que antes se disimulaba y escondía bajo un manto de cortesía artificial o desprecio compasivo se manifiesta hoy, abiertamente, como racismo, sexismo y clasismo, y propicia dispersión y fragmentación. Antiguas rivalidades y resentimientos salen a la superficie.
En la frustración, hay también un ánimo acomodaticio. Quienes dan por sentado que Ulises Ruiz cumplirá su término en la oficina que ocupa, consideran realista restablecer interlocuciones con los aparatos institucionales a su cargo o a su servicio: los tres poderes constituidos de Oaxaca.
El enojo generalizado se encuentra a flor de piel. Estalla con facilidad a la menor provocación. “La gente está muy enojada”, dice quien va a las colonias o a las comunidades. Pero también están enojados los comerciantes, los empresarios, los sacerdotes, los funcionarios, los chavos banda, los onegeros, todo mundo. Como no siempre el enojo tiene clara su raíz, llega a expresarse con quien sea, con el que aparezca, por cualquier razón o sin razón alguna.
Al fondo o al lado de todo eso, sorprendentemente, hay otro ánimo alegre y decidido, lleno de iniciativa e imaginación, que no deja de actuar y prepara serenamente los siguientes pasos. Algunos defienden apasionadamente la no violencia activa, para resistir la violencia reinante; otros reivindican el uso de la violencia en todas sus formas y se preparan a emplearla.
Oaxaca atraviesa por una de las peores crisis económicas de su historia. Aunque viene de atrás, el deterioro a partir de 2006 parece incontenible. El alivio migratorio se ha estado congelando: llegan menos remesas –que ya abultaban más que el presupuesto público– y ahora no pueden irse cuantos antes lo hacían. Nadie tiene dinero. Esto se observa en todo el estado, pero en los valles centrales se acerca a la catástrofe. No hay para dónde hacerse.
La crisis social, un estado de cosas sedimentado en siglos de opresión, se profundiza a niveles insoportables. El tejido social lastimado se desgarra todos los días. Las confrontaciones se multiplican e imponen nuevos obstáculos a todo intento de reconciliación o aglutinamiento.
La crisis política se acerca a sus límites. El gobernador sigue gastando el presupuesto público y multiplica su propaganda. Los servicios públicos funcionan normalmente, es decir, muy mal. La presencia policiaca y militar se vuelve dato del paisaje. No parece existir gobierno. Se vuelven cada vez más ridículos los esfuerzos por hacer creer que sí lo hay, escondiendo la debilidad política tras ejercicios autoritarios de toda índole.
¿Esto trajo la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, la APPO? ¿Es éste el balance del gran movimiento de movimientos? ¿Se habría vuelto, históricamente, una pequeña nota de pie de página, y habría dejado una secuela de derrota, división, desorganización, desaliento y autoritarismo, tras el empeño transformador y rebelde?
“Después de todo esto, no volveremos a ser como antes; no podemos y no queremos.” Esta expresión, recogida en la calle y citada reiteradamente, define el verdadero saldo del impulso libertario que venía de muy atrás y se hizo espectacular, aunque confuso, en 2006.
Los mecanismos de coordinación de la APPO, que nunca fueron muy eficaces, intentan resucitar. Habrá que ver. En todo caso, no eran ni son la APPO: la vitalidad vino del fondo, no de arriba. Y allá, en el fondo, se profundiza a cada paso una conciencia lúcida radicalmente novedosa: reconoce el carácter opresivo del régimen dominante y la obsolescencia de todas las instituciones, al tiempo que formula una nueva esperanza, basada en la conciencia de la propia fuerza.
El talón de Aquiles de APPO persiste: nadie sabe cómo articular horizontalmente los diversos impulsos. Pero esta carencia no impide la proliferación de iniciativas para evitar que la descomposición progresiva del régimen estimule una ola de violencia destructiva e incontrolable y para ocuparse de la transformación, con un proyecto político que muy diversos grupos y actores tratan de formular.
En Oaxaca, es cierto, huele a miedo y a pólvora. Pero también a cambio social profundo, incontenible. El vapor que impulsó calderas y pistones en 2006 se ha condensado en experiencia, actúa en su disipación y se derrama sobre la realidad. Cuando llegue el momento, hará estallar de nuevo los recipientes obsoletos que tratan todavía de contenerlo.
Por razones históricas y circunstanciales, Oaxaca se convirtió en un laboratorio significativo para concebir y experimentar las novedades de la transición a una nueva era. Está pagando los precios de sus audacias, entregada fieramente a la sorpresa de su restablecida dignidad.
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