John M. Ackerman
El fetichismo se caracteriza por la atribución de poderes sobrenaturales a un objeto material o social. Augusto Comte utilizó el término para estudiar las religiones tradicionales que idolatran árboles, máscaras y tótems como entes mágicos. Carlos Marx teorizaba sobre el fetichismo del capital, que hace que las mercancías cobren vida y valor independiente del trabajo humano incorporado en ellas. Sigmund Freud escribió sobre los fetiches sexuales, encarnados en un objeto o una parte del cuerpo humano que provocan un deseo sexual desproporcionado. El fetichismo, pues, implica la extracción de algo de su contexto y la consecuente exageración de sus poderes propios.
La ley no es algo mágico o sobrenatural, sino una construcción social. Las normas son redactadas por personas con inquietudes políticas, escritas en un lenguaje en constante transformación, e interpretadas por seres humanos de carne y hueso. Es un grave error hablar de “la ley”, “el Estado de derecho” o “la legalidad” a secas, como si fueran entes con vida propia independiente del contexto social y político en que se desarrollan. Tal fetichismo de la norma nos remite a las peores épocas del autoritarismo del Estado en que ni la ciudadanía ni los servidores públicos tenían derecho a cuestionar o a interpretar la ley, sino tenían que limitarse a obedecer dócilmente la “razón del Estado”.
Los debates recientes sobre la consulta popular y la reforma petrolera demuestran que el fetichismo sigue vivo en el México democrático de hoy. En su agria réplica a Arnaldo Córdova (El Universal, viernes 13 de junio), Miguel Carbonell se erige guardián de la “ciencia jurídica” y califica a Córdova de “espiritista” e “ideólogo”. Carbonell se presenta como un intérprete puro del “alcance semántico” de las palabras de la Constitución, como alguien dotado de poderes sobrenaturales para sentir directamente y sin mediaciones la esencia de un objeto sagrado. Según él, todo lo demás es dogma e ideología. Pero cabe preguntarnos si el “espiritista” es Córdova o Carbonell, ya que al dar al traste con la historia del país y el pacto social encarnado en la Carta Magna el replicante termina convirtiendo la ley en fetiche.
Otro ejemplo al respecto lo constituye un texto reciente de José Woldenberg (“La consulta”, Reforma, 5 de junio) que recurre al famoso “principio de legalidad” para señalar que la consulta sería ilegal dado que los funcionarios públicos solamente pueden hacer lo que está explícitamente permitido por la ley. Siguiendo una larga tradición que utiliza este principio para justificar la inacción y la pasividad gubernamental, el autor concluye que Marcelo Ebrard no puede organizar una consulta en materia petrolera porque el Gobierno del Distrito Federal no cuenta con un voto en el Congreso de la Unión.
De acuerdo con la muy particular interpretación del antiguo consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), las autoridades públicas deben comportarse como autómatas burocratizados sin imaginación, creatividad o cercanía con la ciudadanía. Según Woldenberg, el jefe de Gobierno no tendría por qué inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia, aun cuando un amplio porcentaje del presupuesto del Distrito Federal venga de participaciones federales financiadas precisamente por la renta petrolera.
El problema es que si llevamos esta lógica hasta sus últimas consecuencias llegaríamos a una situación de parálisis gubernamental verdaderamente absurda. Por ejemplo, el artículo 70 de la Ley de Participación Ciudadana del Distrito Federal señala que los recorridos de los jefes delegacionales tienen la finalidad de “verificar la forma y las condiciones en que se prestan los servicios públicos [así como] el estado en que se encuentren los sitios, obras e instalaciones en que la comunidad tenga interés”. No se hace mención alguna a la problemática social de la entidad. Así que si un ciudadano se acercara al jefe delegacional durante su recorrido para conversar sobre la drogadicción o el desempleo, el servidor público tendría que evitar este intercambio o de lo contrario exponerse a ser enjuiciado por “extralimitarse” en sus funciones.
En el mismo orden de ideas, Diego Valadés nos ha recordado que tampoco hay norma que ordene a la Presidencia de la República realizar encuestas todos los días. Sería tan absurdo prohibir una consulta popular como impedir la realización de estos cotidianos sondeos. Ambas actividades son ejercicios perfectamente legítimos orientados a conocer la opinión y el sentir de la población.
Desde luego que quienes nos gobiernan deben tener cierto margen de maniobra para atender las necesidades de la ciudadanía, escuchar al electorado y cumplir con el mandato popular. Las leyes no son fetiches y no debieran ser empleadas como programas de computación, sino interpretadas con un sentido histórico y aplicadas con creatividad, arrojo y apertura. La consulta propuesta para el 27 de julio es un ejemplo de la nueva forma de ejercer el poder público que empieza a articularse en el México democrático de hoy.
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