Guillermo Almeyra
Escribo estas líneas el viernes por la noche, sin que todavía sea totalmente segura ni siquiera la realización del referendo revocatorio de los mandatos del presidente de la República, del vicepresidente y de los prefectos (en Bolivia, que es Estado unitario, equivalen a gobernadores de departamentos o provincias, como en Francia). Hay que ver, en efecto, si el llamado del alcalde de Santa Cruz a las fuerzas armadas para que derriben al gobierno constitucional “del indio” (Evo Morales) provoca algún levantamiento o si siguen las movilizaciones de maestros y mineros ultraizquierdistas, dirigidos por el ex paramilitar del dictador Bánzer, Jaime Solares, hoy poseedor del sello de la Central Obrera Boliviana (COB), que otrora fue tan importante y respetada. Hay que ver también si las demás provocaciones golpistas (huelgas de hambre de los siempre saciados, tomas de carreteras, aeropuertos, sedes de tribunales electorales departamentales, agresiones a funcionarios gubernamentales y campesinos) logran reducir el número de votantes para quitar legitimidad a un triunfo electoral de Evo.
Por supuesto, ojalá se pueda evitar cualquier provocación y lograr que el referendo se realice de un modo tan pacífico y legal como permitan las circunstancias, porque un nuevo triunfo electoral arrollador de Morales-Álvaro García Linera pesaría mucho en las fuerzas armadas, en la moral de los campesinos y los movimientos sociales, dejaría en el aire a la ultraizquierda y debilitaría y dividiría a los provocadores, además de desnudar la orfandad de la oposición golpista, racista y separatista y dificultar grandemente el golpismo de la embajada de Estados Unidos.
Pero, por aplastante que pueda ser el triunfo gubernamental en las urnas (las encuestas dan a Evo 69 por ciento de votos No a su revocación), la inestabilidad política y social se mantendrá en Bolivia. En primer lugar, y antes que nada, porque no se trata exclusivamente de una lucha política entre oficialistas y opositores dentro de un mismo sistema y de una misma clase, sino de la forma semioculta que asume una aguda lucha de clases y un conflicto interétnico en el cual se decide si Bolivia seguirá siendo un país semicolonial dirigido por una oligarquía racista o si, por el contrario, podrá emprender el camino de su transformación en un Estado plurinacional, democrático, descentralizado, independiente del imperialismo y en marcha hacia un comunitarismo y socialismo de raíces autóctonas. O sea, si la oligarquía consigue que una parte de los mandos de las fuerzas armadas se imponga sobre el sector nacionalista y la base indígena (soldados y suboficiales) para, apoyando a las milicias racistas y fascistas, derribar a Evo e imponer un gobierno “de unidad nacional” civil, pero con apoyo militar a la Uribe, que Washington pueda reconocer o si, por el contrario, las movilizaciones campesinas y de los sectores urbanos pobres consiguen hacer que en las fuerzas armadas predominen los nacionalistas y los soldados y se pueda desarmar a las milicias fascistas y asegurar el orden en todo el país, armando incluso a los sectores populares, como hizo Lázaro Cárdenas en los años 30.
Porque las cosas se deciden ahora en la calle y en la cabeza de los integrantes de las fuerzas armadas, que están divididos horizontalmente por una línea de clase y, verticalmente, por el nacionalismo, el racismo y la actitud ante Estados Unidos. Las vacilaciones del gobierno, que habla de unidad nacional y sólo de vez en cuando denuncia el golpismo proimperialista y racista del grueso de la burguesía boliviana, que está subordinada a los soyeros y grandes trasnacionales y sólo pide ser administradora de las migajas locales que caigan de la mesa de los explotadores extranjeros, debilitan y confunden la amplia base de masas de Evo y del cambio social. Pero además, y sobre todo, impulsan hacia los brazos de la ultraizquierda o incluso de la derecha a vastos sectores de las clases medias urbanas, las cuales han sido ganadas por la ideología capitalista, como se vio en Sucre o en Cochabamba y se ve en el caso de los maestros y de los universitarios.
Bolivia ha oscilado siempre entre un anarquismo campesino antiestatalista, un corporativismo marcado (en los sectores populares) y una delegación al aparato del Estado de las tareas políticas que corresponden a los trabajadores (en 1952, con el MNR, ahora mismo, en gran parte, con Evo Morales). La creación de un Instrumento Político de los movimientos sociales quedó a la mitad con la constitución del MAS, porque no hay en éste un control permanente de las bases de los movimientos sobre sus dirigentes y, particularmente, sobre los políticos surgidos de ellos, lo cual concentra la iniciativa política en manos del Poder Ejecutivo y hace que las autonomías indígenas no se enmarquen en un Plan Nacional de reconstrucción del Estado desde abajo, desde un poder popular ejercido con visión global. La alquimia política del gobierno, que busca un capitalismo andino imposible, se ve así reforzada por la burocratización y el corporativismo de los movimientos y viceversa, lo cual da amplio margen a la derecha.
Todo esto no justifica la ceguera y la parálisis de Il Manifesto, Rifondazione Comunista, Marcos y el EZLN que ni mencionan Bolivia ni dedican una palabra a defender una experiencia fundamental en la lucha por la liberación nacional y social en nuestro continente. Y menos aún la alianza de hecho con el imperialismo y la derecha de quienes en Bolivia llaman, supuestamente desde la izquierda, a votar por la revocación de Evo, junto con los prefectos, o a votar por la de éstos, absteniéndose en el caso de Morales-García Linera. Si Evo cayese, sería una gran victoria de Washington y de las derechas que no pueden dar un golpe abierto y necesitan, por consiguiente, un golpe disfrazado por las urnas. Si Evo, en cambio, triunfa tendrá una base más firme para cambiar de política y, apoyándose en su victoria, iniciar una batalla social. ¡Viva Evo, pero preparemos el mañana!
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