Felipe Calderón, titular del Ejecutivo.
Olga Pellicer
Olga Pellicer
MÉXICO, D.F., 19 de febrero.- Los días 22 y 23 de febrero se celebrará en Cancún, México, la cumbre de países de América Latina y el Caribe. Será un momento importante para conocer los alcances de la vertiente latinoamericana de la política exterior de Felipe Calderón; ocasión para identificar la incidencia que puede tener nuestro país en una región conducida, cada vez más, por liderazgos sudamericanos para los que México es un país distante de América del Norte.
El evento tiene lugar en momentos difíciles. Pocas veces en su historia reciente la región de América Latina había estado tan polarizada en términos de proyectos políticos y liderazgos. Pocas veces había confrontado problemas de carácter tan diverso como la defensa de la democracia en Honduras y la profundidad de los daños que salieron a la luz con el terremoto haitiano.
La polarización política es evidente. Se ha consolidado la Alianza de Países Bolivarianos (Alba), cuya propuesta política –la democracia “participativa”– y objetivos económicos –el socialismo del siglo XXI– difieren de los modelos existentes en la mayoría de las naciones de la región. Las posiciones coordinadas de estos países en la diplomacia multilateral se han hecho sentir. No pasa desapercibida su decisión de bloquear la aprobación por consenso del documento final, muy penosamente alcanzado, de la reunión sobre cambio climático en Copenhague. Las naciones bajo la influencia del Alba tienen un buen elemento de cohesión: el petróleo venezolano que, en mayor o menor grado, contribuye a la marcha de su economía; allí reside la fuerza y potencial del Alba.
Por otra parte, Brasil se ha consolidado como una potencia emergente del presente siglo, con reconocido liderazgo a nivel regional y global. Ese país ha desempeñado un papel clave en el surgimiento de nuevos mecanismos de concertación latinoamericanos, como la Unasur y el Consejo de Defensa Sudamericano; este último, una de las agrupaciones de mayor trascendencia en el Cono Sur por la cooperación que ha construido entre las fuerzas armadas de esa subregión, y por la vinculación entre éstas y la poderosa industria militar brasileña.
En ese ambiente de liderazgos con diversos vértices de poder, existe incertidumbre sobre las tendencias políticas que seguirá uno de los países más exitosos de América Latina: Chile. En las recientes elecciones presidenciales triunfó el representante de la derecha, que desplaza a la izquierda que había estado en el poder 20 años después de la dictadura militar. Sólo hay interrogantes sobre el camino hacia el futuro de la política exterior de Chile bajo el nuevo presidente Piñera; por el momento, sólo se conoce el nombre del nuevo ministro de Relaciones Exteriores.
La situación es aún más compleja por el rápido deterioro de la trágica situación en Haití, la cual obliga a la articulación urgente de medidas que, más allá de la asistencia inmediata, sean capaces de contribuir a la reconstrucción de ese país a largo plazo. Si algo puede dar significado al papel de América Latina en la problemática internacional actual es la capacidad para acordar e implementar ese programa.
Finalmente, hay problemas pendientes. Honduras sigue siendo un país expulsado de la OEA. Su retorno parece evidente, pero puede haber obstáculos. En todo caso, ¿quién ocupará su lugar en la cumbre de Cancún?
Con semejante trasfondo, el buen juicio aconsejaría que la cumbre coloque el acento en Haití y deje para momentos de mayor certidumbre otras propuestas de fondo. Sin embargo, no parece que será así. Felipe Calderón desea proyectar ahora su imagen de liderazgo latinoamericano proponiendo en la cumbre la creación de una nueva instancia de concertación de América Latina y el Caribe, lo que ha sido captado por los medios, con o sin razón, como “la nueva OEA sin Estados Unidos y Canadá”.
La nueva organización contemplaría la fusión, a mediano plazo, del Grupo de Río, el mecanismo de concertación ideado por México hace 24 años, y la Comisión de América Latina y el Caribe, lanzada por Brasil hace dos años.
Se trata de una propuesta llena de riesgos. El primero se relaciona con el hecho que no es un producto acabado, fruto de claros consensos entre los países de mayor peso de la región, con un mandato bien estipulado y marcos institucionales ya previstos. Es una idea, buen ejemplo del voluntarismo de nuestro presidente, que requiere de un periodo de transición, del que estará a cargo el próximo secretario permanente del Grupo de Río, que será Chile, acompañado de la llamada troika, que normalmente se forma por el secretario saliente (México) y el próximo en la línea (Venezuela). La voluntad política, el grado de compromiso y la orientación general del pensamiento internacional, que todavía no conocemos, del presidente Piñera, serán, pues, definitivos. Otro tanto lo será la buena colaboración que se establezca con el presidente Hugo Chávez.
El segundo riesgo es la desaparición del Grupo de Río. Ese mecanismo ha tenido limitaciones evidentes; no es fácil coordinar la pluralidad de tendencias en América Latina, pero tiene un acervo de experiencias y ha demostrado su potencial; por ejemplo, cuando desactivó en la reunión de Santo Domingo el conflicto entre Colombia y Ecuador. Ha sido el punto de referencia para la concertación en la ONU, ante la Unión Europea, en la Cumbre de las Américas. ¿Conviene sustituirlo por una entidad incierta?
Por último, el peligro que muchos temen es la utilización ideológica del latinoamericanismo “libre del imperio” por parte de las voces más radicales del Alba. Para la izquierda moderada, para los representantes de la derecha y, sobre todo, para México, eso sería un resultado con altos costos. Al final del camino la concertación en América Latina no saldría triunfante de la cumbre de Cancún; por el contrario, comenzaría un penoso descenso.
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