Rodolfo Echeverría Ruiz
El 11 de febrero pasado diputados federales integrantes de los diversos grupos parlamentarios dieron un paso decisivo en el camino de la consolidación del principio de laicidad democrática en nuestro país. Una holgada mayoría reformó el artículo 40 de la Constitución. Esencial, el texto define a la República.
Si la Cámara de Senadores confirmara con su voto aprobatorio la reforma originada en San Lázaro, corresponderá a las legislaturas de los estados consumar el mecanismo del Poder Revisor de nuestra Constitución.
Además de su carácter democrático, representativo y federal, el sistema jurídico mexicano será estructurado, también, por el rector principio de laicidad. Nuestra República ha sido y es laica desde hace 150 años, pero ahora resultaba imprescindible —a la luz de acontecimientos violadores de las leyes y de inadmisibles intromisiones políticas perpetradas por ciertos integrantes de la clerecía más encumbrada-- insertar ese vocablo clave –laica— en el referido artículo constitucional. Y ello, con todas las consecuencias legales y políticas, científicas y sanitarias emanadas de ese concepto en pleno siglo XXI.
El agrupamiento plural que, impulsado por el nombre de Ciudadanos en Defensa del Estado Laico, trabajó con los parlamentarios hasta promover el dictamen favorable a un conjunto de iniciativas elaboradas por diversos legisladores –unas recientes, otras remotas— continúa su batalla política, ahora desarrollada entre los senadores a cuya sensibilidad democrática, sentido histórico y perspectiva de futuro apela con el propósito de ratificar en la llamada Cámara Alta el acuerdo alcanzado en la colegisladora.
El reciente episodio reformador de nuestra Constitución lo prueba: es tan necesario como posible el acuerdo básico entre las fuerzas de diverso signo político e ideológico y varia magnitud electoral.
Tan relevante jornada parlamentaria confirma, además, el peso específico y la verdadera eficacia de los ciudadanos cuando actúan concertados en demanda de respuesta legislativa a un asunto concerniente al interés general de México.
El aludido acontecimiento parlamentario hace crecer la influencia democrática del principio de laicidad y otorga nuevos instrumentos a la República: se crearán más derechos, garantías y libertades individuales y sociales en el país.
Surgidas de ciertos estratos –hasta hoy minoritarios— del alto clero político, en fechas recientes algunas de sus voces se han alzado —¡y se han lanzado!— para anatematizar la reforma iniciada por los diputados y que una previsible mayoría senatorial aprobará sin dilaciones.
Proclaman que el artículo 40 de la ley fundamental, enriquecido por la soberana voluntad reformadora del Poder Legislativo, se ha modificado con la secreta intención de silenciar a la Iglesia Católica y de cercenarle no sé qué ni cuántos derechos.
Fingen ignorar que la propia Constitución otorga a todos los mexicanos un catálogo —ampliable en todo momento— de garantías, derechos y libertades. Ello forma parte fundamental de la naturaleza jurídica del Estado laico. Ahí están los artículos 3, 4, 24 y 130 de nuestra ley de leyes: el Estado se obliga a respetar a todas las expresiones religiosas y a garantizar que ellas se toleren entre sí.
Republicano y laico, el Estado continúa y ahonda su tarea multiplicadora de las libertades ciudadanas. Al influjo de la reforma constitucional laicista se pone en marcha el engranaje jurídico generador de nuevos derechos destinados a las minorías y a las mujeres. Además se inauguran perspectivas alentadoras en los vastos territorios de la salud pública y de la investigación científica. Merced a ello, algunos ultraconservadores reaccionan con tan incontenible como inútil violencia verbal.
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