Mateo Dean
El operativo de seguridad aplicado por la policía alemana durante la cumbre del G8 en la localidad de Heiigendamm y en Rostock, "no ha tenido precedentes", según los numerosos testimonios, no sólo de los activistas que en esos días se concentraban en el norte de Alemania para protestar, sino también por algunos diputados federales que ya desde antes de la reunión gubernamental denunciaban los riesgos de una exageración en la aplicación de las medidas de seguridad que hubieran podido "desembocar en la violación del estado de derecho".
Doce mil policías antimotines fueron desplegados en la región para proteger el área restringida alrededor de la localidad balnearia que hospedó a los ocho líderes mundiales y para resguardar el aeropuerto civil de Rostock, convertido, por la ocasión, en verdadera base militar.
Sin embargo, el numeroso contingente policiaco fue nada más el aspecto más visible de un sistema de seguridad -y de persecución- que pone serias dudas y algunas certezas acerca del estado de la democracia en que se encuentran los territorios que hospedan este tipo de cumbre internacionales.
La campaña de seguridad aplicada por el gobierno alemán, mediante la procuradora federal Monika Harás, ampliamente coadyuvada por los medios locales, ha tratado de golpear y romper el amplio frente que se organizaba contra el G8 antes de que empezaran las protestas.
La punta del iceberg hoy es representada por los dos activistas acusados de "asociación subversiva con la finalidad de terrorismo" a raíz de los cateos de decenas de casas en toda Alemania el pasado 9 de mayo.
Sin embargo, esas largas semanas que antecedieron la cumbre están caracterizadas por el abuso gubernamental del instrumento legal -vía poder judicial- para detener la protesta: jueces preparando órdenes de cateo o ratificando áreas prohibidas; otros anulando las mismas y otros confirmándolas. Un largo ballet que involucró hasta a la Suprema Corte alemana.
Finalmente llegaron los días de protesta. Con el pretexto de los enfrentamientos del primer día -el 2 de junio, el día de la llamada Batalla de Rostock-, la policía tuvo manos libres para aplicar todo su poder de control, acoso y represión, primero contra los manifestantes y, luego, contra la ciudadanía. De un día a otro, Rostock despertó invadida por miles de policías instalados en decenas de retenes esparcidos en las calles y alrededores del centro de la ciudad.
Para quienes caían en la espesa red de control -la mayoría de las veces por simples sospechas-, la policía había preparado grandes jaulas de malla metálica en las cuales los detenidos pasaron horas de aislamiento sin poderse comunicar siquiera con abogados o miembros del equipo legal organizado por los activistas. Durante más de una semana, la policía mantuvo en estado de sitio la ciudad de Rostock, asumiendo con arrogancia el control de facto del territorio.
Tanta arrogancia, sin embargo, no sirvió el último día durante el cual el dispositivo de seguridad fue rebasado, como se mencionó, por la protesta. En esas horas el estado de derecho ya duramente atacado por los operativos descritos fue definitivamente vencido por el uso anticonstitucional de tropas del ejército federal alemán en tareas de policía como ampliamente demostrado por cientos de imágenes y videos.
Lejos de en Rostock y la campaña represiva que lo antecedió tiene que hacernos reflexionar primero acerca del significado simbólico que el G8 y otras estructuras internacionales quieren representar; segundo acerca del estado de la democracia formal que rige países tan supuestamente avanzados como Alemania.
En el primer caso, nos sigue persiguiendo la duda de la oscura razón de insistir en llevar a cabo las cumbres en territorios donde tan fácilmente se pueden llevar a cabo las protestas. La búsqueda simbólica de legitimidad ha perdido sentido hace muchos años y los gobiernos encargados de organizar las cumbres oficiales ya no hacen esfuerzos en esconder el hecho de que lo que realmente sucede es que ocho presidentes invaden con sus ejércitos el territorio, lo controlan y reprimen toda forma de protesta. Si el plan es manifestar el abuso y arrogancia de unos cuantos que pretenden gobernar al mundo, el objetivo se cumplió.
Una vez más vimos que lo que tratan de vender como estado de excepción se confirma en convertirse estado de guerra permanente, la guerra asimétrica de los ejércitos de los poderosos en contra de las poblaciones locales y de quienes protestan.
En el segundo caso, si la democracia real ha perdido su identidad hace mucho tiempo en el laberinto de siglas y acrónimos de organizaciones internacionales que deciden por encima de cualquier soberanía, la democracia formal comienza a chirriar también ahí en donde se creía más conservada.
En este sentido, un aspecto interesante y que acercará más los lectores a la realidad que se vivió -¿y aún se vive en Europa?- fue la recurrencia constante al poder judicial hasta su último grado cual arbitro y, en cierto casos, garante de los derechos democráticos.
Lo más probable, cuando los ejércitos ocupan las calles y los jueces son llamados a frenar o ratificar la acción represiva gubernamental, es que en el sistema democrático algo anda mal.
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