Jorge Camil
¡Por supuesto que iban a pelear como gatos boca arriba! ¿Qué esperábamos, despojarlos así como así de la gallina de los huevos de oro? Era obvio que la enorme fortuna no podía durarles toda la vida. En un día cualquiera, para desgracia nuestra, los genios de nuestras televisoras descubrieron que los dramas reales o fabricados de la política eran más interesantes (y más redituables) que los sainetes de mujeres en minifalda bañadas en lágrimas. Y aprovechando el mito de nuestra democracia (porque todo comenzó con la apertura de los medios y la alternancia que trajo como maldición a Vicente Fox) los señores de la publicidad descubrieron inexorablemente el estado de bienaventuranza que encontraron las televisoras estadunidenses tras el debate Kennedy-Nixon.
Y no es que nuestras televisoras no ganasen dinero a manos llenas retransmitiendo triviales series estadunidenses, o explotando por cuenta propia el filón inagotable de las telenovelas. Pero al no existir democracia (o apertura, o libertinaje, o como queramos llamarle al fenómeno que padecemos) no podían acceder al jugosísimo negocio de debates presidenciales, entrevistas políticas y comerciales partidistas. Eso vendría como manjar del cielo con la elección presidencial de 2006, en la cual publicistas extranjeros (meretrices que cambian de partido en cada elección presidencial, y que ahora se venden en América Latina con el título de “consultores”) le mostraron a nuestro hoy afligido duopolio televisivo un camino pavimentado en oro macizo.
“¡AMLO es un peligro para México!”, proclamaban mientras recaudaban miles de millones de pesos y arruinaban la primera elección verdaderamente libre de nuestra historia, cuando el verdadero peligro era la falsa democracia que promovían con el dinero de los impuestos. Así, nuestros aguerridos personajes de cámaras y micrófonos pasaron de la época gris, en que el gobierno les ordenaba qué transmitir, a quién entrevistar y cómo informar, a la omnipotente posición de hacedores de reyes, fabricantes de noticias, instigadores de odios y promotores de esperanza; todo mientras se llenaban los bolsillos a manos llenas. Tenían, como el 007 de la pantalla grande, licencia para matar. O lo que es igual, para ganar miles de millones de pesos con el cuento de la política en unos cuántos meses.
Descubrieron que, atractivamente “empaquetados”, el desafuero, los informes presidenciales y las tomas de posesión atraían más ratings que las telenovelas, el futbol y las comedias. ¡Al diablo con la democracia! ¡Viva el caos!, que deja más dinero. Arrastraron candidatos a todos los programas; los pasearon por noticiarios, entrevistas y comedias. Algunos incautos pensaron que vivíamos en Nueva York, y que nuestros medios contribuían a construir la transición democrática, cuando lo que hacían era dinero. Así que ahora hágase de buenos libros, rente películas entretenidas, consígase novia, regrese a la olvidada práctica de cenar y conversar con amigos. ¡La política como diversión ha terminado! Ahora podremos dormir en paz sin cabecear a la una de la mañana mirando mesas redondas interminables, entrevistas “estelares”, reportajes sensacionales sobre videos malditos y pleitos entre los principales actores políticos.
Los analistas hablan hoy de “partidocracia”, y no andan del todo mal, pero lo que está a punto de terminar es la telecracia: la tiranía de las televisoras. Si es desvelado le recomiendo películas antiguas de Hollywood, donde los actores visten de rigurosa etiqueta, beben martinis o champaña y enamoran a rubias despampanantes eternamente vestidas de largo y envueltas en humo de cigarro. Si prefiere el cine nacional están las entrañables cintas de Jorge Negrete, Joaquín Pardavé, Pedro Infante y Sara García.
Con argumentos tan ligeros como ridículos los medios electrónicos alegan que la reforma coarta el derecho a la libertad de expresión. ¿De quién? Si la prohibición pretende impedir que los partidos contraten publicidad, entonces el falso argumento constitucional lo deberían esgrimir los partidos. No las televisoras que son, como su nombre indica, simples “medios” para la expresión de las ideas. Evaden, porque no les conviene, el poderoso argumento de que la reforma pretende tutelar un interés jurídico superior, que es la igualdad de los partidos políticos ante la ley, para garantizar elecciones que no estén manipuladas por los medios y los señores del dinero. Sugieren que se consulte “al pueblo”, olvidando que los legisladores son, precisamente, los representantes del pueblo. Verlos sufrir en cadena nacional fue el mejor espectáculo.
El poderoso don dinero borró rencillas, restauró injurias y eliminó la competencia desleal. ¡Todos a una, Fuenteovejuna!, aparecieron los emisarios del pasado: Javier Alatorre, con argumentos constitucionales, Paty Chapoy, con unos lentes que evocaron al entrañable Fidel Velásquez, y Joaquín López Dóriga, luciendo un suéter que recordaba los tiempos de la vida en rosa. En el segundo round, políticos ambiciosos y televisoras retarán seguramente la reforma electoral en los estados.
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