Editorial de Gara
El Gobierno de Irak anunció ayer su intención de revisar todos los contratos de las empresas de seguridad que operan en Irak, tras retirar la licencia a una de las más conocidas firmas, la estadounidense Blackwater, cuyos agentes mataron el pasado domingo a nueve civiles iraquíes. La respuesta que da el gobierno de ocupación al enésimo incidente protagonizado por las empresas de seguridad privada bien puede calificarse de voluntarista, dado que carece de medios y, por descontado, de potestad real para tocar un pelo a estos modernos mercenarios.
Se estima que en estos momentos hay unas 100.000 personas que, pese a no tener estatus militar, prestan sus servicios a las tropas estadounidenses en Irak. Entre ese personal figuran traductores, mecánicos, cocineros... pero también 50.000 agentes que se ocupan de labores de seguridad propias de los militares. Washington se niega a dar datos del costo que implica esa subcontratación de servicios, esa privatización en toda regla de la guerra de agresión que libra contra la población iraquí. ¿Alguien en sus cabales puede pensar que, dado el peso estratégico de ese personal civil con licencia para matar, EEUU iba a dejarlo a merced de las autoridades de un país ocupado?
El planteamiento de las autoridades de Bagdad es entendible desde el punto de vista de las necesidades propias de un gobierno cuya escasa autoridad se resiente a cada episodio de muerte de civiles, pero no es de esperar que su anuncio vaya más allá. Una ley que data de junio de 2004 establece que esos mercenarios no pueden ser juzgados por tribunales iraquíes excepto en el caso de que su país de procedencia así lo autorice.
Blackwater es la Guardia Pretoriana del cuerpo diplomático estadounidense, de igual modo que los «empresarios de la guerra» son la escolta política de Bush. Ante tal circunstancia, cabe albergar pocas esperanzas de que la vida de nueve iraquíes vaya a poner en peligro el inmenso negocio que implica la subcontratación de servicios por el Ejército invasor.
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