Adolfo Sánchez Rebolledo
Los empresarios de las telecomunicaciones, auxiliados por los representantes de las distintas agrupaciones y cámaras patronales, han decidido confrontar al Poder Legislativo mediante el recurso fácil de la descalificación. Una vez se supo que la causa del desasosiego en sus filas se debía a la inminente pérdida legal de los jugosos dividendos cautivos obtenidos de los partidos, la campaña bajó el tono a la defensa a ultranza de los consejeros del IFE para asumir la bandera de la libertad de expresión, entendida como el derecho de los concesionarios a hacer y deshacer a su antojo en los medios, sin tomar en cuenta otros fines que no sean los del negocio, es decir, la búsqueda del lucro que, al parecer, es el único propósito que los mueve.
En tal virtud, gracias a un manifiesto grandilocuente pero insulso, asumieron la causa de la libertad de expresión como si la democracia fuera una simple variante del mercado, el territorio intocable de las utilidades obtenidas mediante la transferencia del financiamiento público de los partidos a los concesionarios. Esta inmediata y desvergonzada defensa de sus intereses particulares ayudó, paradójicamente, a fortalecer la unidad del Congreso y, en definitiva, a neutralizar la andanada empresarial, tan pobre y limitada como el seudodiscurso de sus dirigentes, validos y asesores.
La prohibición de comprar espots sólo puede considerarlo un ataque a la libertad aquel que disponiendo de los recursos necesarios los emplea para determinar por sí el curso de una campaña política, favoreciendo o enlodando el prestigio de alguno de los contendientes a la espera de recibir cierta contraprestación, atajar un “peligro” o la permanencia de un orden considerado inamovible. Eso se acabó. Lo mismo pasará con los aberrantes anuncios de los gobernantes presumiendo la obra pública hasta convertirla en intromisión intolerable y en grosera manipulación de los votantes.
No hay, pues, nada en la reforma que limite la libertad de expresión ni de los medios ni de los ciudadanos, de suyo invisibles para ellos. Temer que la libertad de expresión se ponga en entredicho porque se condenen las campañas denigratorias me parece un contrasentido, pues, en definitiva, el uso y abuso de la propaganda sucia cancela la racionalidad democrática, convierte a las elecciones en un mecanismo sin opciones reales.
Apelar al pasado en busca de un historial de resistencia al autoritarismo es una falsificación, por decir lo menos, de los actuales voceros mediáticos. Cualquiera que tenga la edad para ello sabe cuál fue el papel de los grandes capitanes de la comunicación en la tarea de mantener la estabilidad del régimen presidencialista en sus peores momentos. La connivencia entre el poder político y los beneficiarios de las concesiones domina la historia de la comunicación nacional.
En la gran división del trabajo del México posrevolucionario, con todo y sus tensiones periódicas, la iniciativa privada reconoce la supremacía de la alta burocracia encarnada en la Presidencia, pero a cambio se le conceden privilegios monopólicos que sólo el crecimiento de la ciudadanía comienza a cuestionar. Por muy importante que haya sido el papel de la radio (sobre todo) en la oxigenación de la vida pública de los años recientes, hay que reconocer su retraso en la actualización de la democracia, pues la apertura, siempre muy controlada, llegaría cuando ya la prensa escrita menos complaciente o de veras crítica había dado algunas de sus batallas por la sobrevivencia. Sin embargo, la libertad de expresión se presenta como el caballito de batalla empleado para intentar remontar la aprobación de la reforma electoral. Se alega que las nuevas disposiciones crearán un mercado negro de la información política, como si éste no existiera hoy, cuando es sabido que en las campañas electorales se trafica incluso con las entrevistas “ocasionales” a los candidatos y el número de espots registrados no corresponde con claridad al total de los transmitidos.
Resulta increíble, por ejemplo, que a estas alturas no se sepa con exactitud cómo, cuándo y dónde se contrataron miles de mensajes políticos cuya contabilidad no cuadra con los monitoreos y las cifras oficiales, asunto que partidos y empresas aún deben explicar. Obviamente, no hay garantía absoluta contra la corrupción, pero al menos la reforma tiene la virtud de subrayar el carácter de “entidades de interés publico” que en teoría deben tener los partidos en lugar de tratarlos como futuros “clientes”, nuevos ricos a merced de los poderosos medios. Desde luego, no basta que la Constitución contenga preceptos válidos para garantizar la transparencia: para lograrla hará falta una fiscalización cada vez más profesional y profunda por parte de los órganos correspondientes, pero también de una actitud más vigilante y crítica de la sociedad civil. Mientras, ya asoma el federalismo como bandera de algunos gobernadores contra la reforma electoral. Tampoco tendrán éxito.
Queda pendiente un largo camino que se inicia con la aprobación de los congresos locales y debe continuar con el ajuste del Código Electoral, tarea compleja que exigirá, si cabe, toda la atención de los legisladores, los partidos y la sociedad. Cambios de última hora, como la cancelación de la expresa prohibición a las candidaturas “independientes”, obligarán a tejer muy fino los temas del registro y la equidad en las contiendas. Y así en otros temas relevantes.
jueves, septiembre 20, 2007
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