Rolando Cordera Campos
Pasó el primero de mayo y la clase obrera sigue en el paraíso. Más de la mitad de la fuerza de trabajo ocupada sobrevive en ocupaciones informales, sin seguridad social ni ingreso seguro. Casi todos los que trabajan en este submundo lo hacen en condiciones precarias, su productividad es baja y estancada y sus ingresos rondan el mínimo. No se puede decir que desde esa circunstancia pueda generarse aliento cultural alguno y en la política sólo puede cundir y prosperar el reclamo airado, cuando no corporativo, que suele quedar en manos de liderazgos donde la compra y venta de protección es la costumbre más socorrida.
Con menos de 10 por ciento de los trabajadores organizados, el sindicato se ha vuelto una curiosidad sociológica, cuando no arqueológica. Foco del ataque neoliberal, hoy parece más bien coto de caza de oligarcas mal educados, quienes sojuzgan a los responsables de hacer cumplir la ley laboral y acosan a los trabajadores, atestiguan impávidos la inexistencia de seguridad laboral y amparados por la protección de gobernadores, como en Sonora, violan los derechos humanos y las libertades consagradas en la Constitución, mientras buena parte de la opinión pública celebra la libertad de empresa.
Tal es el caso grosero de la minería mexicana, donde reina el poder de Larrea y se persigue a los mineros en diario antihomenaje a Cananea. Las concesiones asoman aquí su peor perfil y ponen en evidencia la renuncia del Estado a ser nacional y popular. De facilitador de la inversión pasó a simple y sumiso guardián.
Los trabajadores que han podido mantener su organización sindical genuina, como los telefonistas o los universitarios, reclaman y proponen, buscan diálogos con la autoridad y los patrones, pero no avanzan. Aliados a diversas organizaciones de productores rurales, entre ellas la CNC priísta, han exigido una conversación con el gobierno que vaya más allá de las cuestiones gremiales específicas, pero no han recibido respuestas adecuadas, que les permitan imaginar al menos otras perspectivas. Junto con el silencio oficial, lo que estas organizaciones obtienen son bonos de la esperanza sin fecha de redención en materia salarial, así como amenazas veladas que emanan de un desempleo disfrazado que asuela el panorama de la ocupación mexicana en todos los niveles.
Vivir bajo la fantasía de un régimen liberal le ha costado al país mucho. De ahí no ha emanado más libertad, y la democracia ganada a pulso, más que otorgada graciosamente por el poder, ha servido más bien para ocultar las grandes fallas geológicas que en la existencia social nos dejaron las crisis y el cambio neoliberal. No ha habido en México un mínimo de progreso social, y las cuotas de pobreza acumuladas en estas décadas no se han movido, ni se moverán, a pesar de tanto anuncio.
La falta de crecimiento económico, aunada a la afirmación de los mecanismos institucionales y de poder que hacen de la desigualdad una cultura, determina un panorama desolador para las masas trabajadoras: sin organismos de defensa y representación eficaces, el mundo del trabajo es un teatro de todos contra todos, donde impera la exclusión social y priva el desaliento. La vida familiar no encuentra salidas y la educación dejó de ser una esperanza para volverse un lujo que prácticamente ningún proletario contemporáneo puede darse. Para la mayoría nacional no hay expectativas de salida más que las que ofrece el viaje triste y ominoso a la frontera norte.
El estado de los derechos humanos desplegados en el plano económico, social y cultural es lamentable y nos ha vuelto un país impresentable en la sociedad internacional. Sin asumir esta situación, la sociedad asiste un tanto pasiva a su bifurcación, y la cohesión social tan duramente obtenida tras décadas de progreso económico desigual, a partir de los años 30 del siglo pasado, se fractura sin remedio. En este contexto no puede haber derechos laborales, y sí una simulación permanente a cargo de funcionarios y coyotes que hacen y deshacen, siempre con la mira puesta en mantener la injusticia como forma de ejercer el derecho.
Como nunca antes, somos una comunidad de trabajadores; y como nunca antes somos una sociedad de injusticia social donde impera el malestar y la falta de expectativas se ha apoderado del horizonte de los jóvenes, que no encuentran buen trabajo ni educación adecuada. Sin futuro laboral no hay primero de mayo que celebrar, y la democracia se vuelve banquete de acomodados y acomodaticios.
En su lugar, asistimos al acoso oficial y patronal a mineros, azafatas, trabajadoras de la maquila, como escenario para la cotidiana celebración de la victoria cultural de la derecha y de los ricos. Nada que celebrar mientras tanto. Sólo esperar a que el Gran Ajuste no se vaya a volver otra feria de las balas.
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