Raúl Zibechi
La crisis que está atravesando el sistema no tiene precedentes inmediatos que permitan hacer comparaciones y adelantar posibles rumbos. La más cercana, la de 1929, se produjo cuando aún no se había instalado el casino financiero que hoy hace agua y el conjunto de la economía giraba en torno a la producción industrial y la acumulación ampliada de capital. Sin embargo, algunos procesos nacidos durante aquella crisis pueden servirnos como elementos de reflexión, si coincidimos en que no se trata de una crisis más, sino la de mayor envergadura desde la Gran Depresión.
La primera es que el mundo no volverá a ser igual. Podemos esperar cambios sistémicos que, muy probablemente, representarán un golpe a la hegemonía de Estados Unidos y el nacimiento de un mundo multipolar. La crisis del 29 propició el fin del liberalismo, el ascenso de los fascismos y las guerras, el fin de la hegemonía británica y una mutación en el sistema capitalista que duró casi medio siglo, con la creación de los Estados de Bienestar con base en la alianza y negociación entre estados, empresarios y sindicatos. Sentó las bases de lo que Eric Hosbsbawm denomina “edad de oro” del capitalismo.
Fue el periodo de mayor crecimiento económico, con base en un desarrollo endógeno con la creación de amplios mercados internos, la universalización de la seguridad social, el pleno empleo, una relativa paz social y la concesión de ciertos derechos a sectores más o menos amplios de la población mundial. Fue el mayor esfuerzo realizado nunca para integrar a las “clases peligrosas”, como señala Immanuel Wallerstein.
La segunda cuestión es que los países de América Latina, y de modo particular los de América del Sur, no siguieron el guión establecido por los países centrales. En este continente no tuvimos fascismos triunfantes ni guerras entre naciones, y la crisis del 29 propició el distanciamiento del centro del sistema, llevando a varias naciones a no pagar sus deudas externas. Salvo excepciones, entre las cuales Colombia parece la más destacada, la crisis mundial enterró el dominio de las oligarquías terratenientes que se habían afianzado desde la colonia. Con mayores o menores conflictos políticos y sociales, el desplazamiento de los sectores entonces dominantes abrió una nueva era para los países dependientes.
Los estados nacionales se convirtieron en importantes actores económicos con la creación de empresas monópolicas en la explotación de hidrocarburos y otros bienes comunes, ferrocarriles, servicios de agua, electricidad y telefonía, y la intervención en áreas estratégicas como comercio exterior, banca y ramas de la industria. Los regímenes de Juan Domingo Perón, en Argentina, y de Getulio Vargas, en Brasil, fueron quizá los mayores emergentes de estos procesos que combinaron soberanía con desarrollo nacional mediante la sustitución de importaciones.
El tercer cambio de larga duración fue la transformación de las principales características de los movimientos antisistémicos. Esto se concretó en el tránsito de los sindicatos por oficios a los de masas, organizados por ramas de producción. En aquéllos el protagonista principal fue el obrero que dominaba un oficio casi artesanal, autodidacta, partidario de la acción directa en pequeños sindicatos y que disputaba con el patrón el control de la organización del trabajo en el taller.
Los nuevos sindicatos fueron formados por obreros recién llegados del campo, sin previa experiencia organizativa, con pocos años de escuela y sin capacitación profesional, que habitualmente obtenían en la experiencia directa en la fábrica fordista. Con los sindicatos de masas nació una profusa burocracia especializada en la negociación salarial y de las condiciones de trabajo, con estrechas vinculaciones con el Estado y el mundo de la política profesional.
Como se sabe, las revoluciones de 1968 quebraron el consenso y la paz social en los estados del bienestar. Los que no estaban incluidos en los beneficios, o sea, las camadas menos calificadas de la clase obrera, las mujeres y los jóvenes de los sectores populares, los indígenas, afrodescendientes y otras “minorías”, rompieron los diques de la contención y el disciplinamiento. Los de arriba reaccionaron trasladando sus capitales hacia la especulación financiera. Durante las dos décadas neoliberales, vivimos y sufrimos la mutación de la acumulación real en acumulación por desposesión, en robo descarado que se apoya en la guerra y el autoritarismo.
La crisis actual llevará a los estados sudamericanos a promover cambios que impidan que el incendio financiero se convierta en crisis social. Como sucedió luego de 1929, buena parte de estos cambios serán presentados como políticas progresistas, aunque son cambios necesarios para la conservación del sistema. La unidad política regional, una moneda sudamericana y pactos regionales y nacionales requerirán de nuevas instituciones. Algunas ya existen, como Unasur, el Banco del Sur y las políticas sociales, porque la transición hacia el “consenso progresista” comenzó antes de la crisis en curso. América del Sur será uno de los grandes bloques del mundo multipolar.
Del mismo modo, los movimientos sociales profundizarán los cambios que ya vienen procesando en los últimos años. Uno de los más notables puede ser la expansión de articulaciones entre los de abajo, como las que promueven zapatistas y los Sin Tierra, con modos y formas diversos, y en la que están empeñados movimientos argentinos, bolivianos, peruanos... En algún momento, los que quedaron fuera del consenso progresista, los que se hacinan en las periferias urbanas, dirán su Ya basta!, como hicieron los excluidos en las revoluciones de 1968. Aún es pronto para saber si las rebeliones de El Alto en 2003 y Oaxaca en 2006 forman parte de esas nuevas revueltas, o si son apenas tímidos anuncios de lo que está por venir.
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