Carlos Fazio
Las órdenes ejecutivas firmadas por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, para cerrar el campo de concentración de Guantánamo y acabar con la tortura, las cárceles secretas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y los traslados de prisioneros de guerra a regímenes autoritarios clientes, van en la dirección correcta. Pero quedan aún muchas dudas. La principal: si Obama dará luz verde para que Bush, Cheney, Rumsfeld, Powell, Rice, Negroponte y otros sean juzgados por crímenes de guerra.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Camp Five (antes X-Ray y Campo Delta) de Guantánamo –esa daga estadunidense clavada en el centro de la cubanía donde todavía permanecen cerca de 250 prisioneros– se convirtió en el “no lugar” de la justicia mundial. Pero no era el único símbolo del terrorismo de Estado a escala planetaria practicado por la administración de Bush. Incluso antes de Abu Ghraib, símbolo de la capucha y el sadismo sexual como herramientas de tortura, y de los campos de concentración de Whitehorse, Cropper, Qaim y Samarra, todos en Irak, ya habían sido asesinados, mediante tormentos, detenidos afganos en la base aérea de Bagram, cerca de Kabul.
Asimismo, decenas de “combatientes enemigos”, que durante años permanecieron en un limbo legal como rehenes de Washington al margen de las convenciones de Ginebra para los prisioneros de guerra, fueron trasladados en vuelos secretos de la CIA, a “sitios negros” o “prisiones fantasmas” que formaron un Gulag americano (Al Gore dixit) desparramado por 40 países, 14 de ellos de Europa (incluidos España, Alemania, Rumania, Polonia, Portugal) y a barcos-prisión fondeados cerca del territorio británico de Diego García, una isla en el océano Índico.
En nombre de la orwelliana “guerra al terrorismo” –un enemigo al que no se puede vencer porque es sólo una forma de violencia política, y que fue creado para generar miedo paranoico en función de la guerra permanente de Bush necesaria para la construcción del “imperio americano del siglo XXI”–, la Casa Blanca autorizó el uso de la tortura en esos apartheid de la legalidad y la justicia, por medio de documentos secretos emitidos por el Departamento de Justicia cuando el fiscal general era Alberto Gonzales. Ya antes, el fascista Donald Rumsfeld había dado la orden: “Atrapen a quien deban. Hagan con ellos lo que quieran”. Entonces, junto a nuevos métodos de experimentación humana para probar el aguante al sufrimiento y la “conversión” de la víctima, reaparecieron la picana eléctrica, el submarino (waterboarding o asfixia simulada), el pentotal sódico y los perros de ataque. La tortura como estrategia de gobierno, exhibida mediáticamente para amedrentar a la población dominada. Y también los secuestros, las desapariciones forzosas y los asesinatos selectivos. Al respecto, George W. Bush se ufanó en varias ocasiones de “haber sacado de circulación a unos 3 mil terroristas”.
Como dijo en septiembre de 2006 Gideon Levy a propósito de las matanzas en Gaza por los ocupantes israelíes, “que nadie diga yo no sabía”. Igual que en la Alemania nazi, los horrores de Guantánamo, Bagram, Abu Ghraib y el archipiélago de cárceles clandestinas de la CIA estuvieron siempre expuestos para quien quisiera ver y entender.
Los demócratas Barack Obama y Hillary Clinton sabían. Como recordó James D. Cockcroft, ambos aceptaron la guerra al terrorismo y votaron en el Congreso en favor de los presupuestos de guerra de Cheney/Bush, incluido el espionaje interno, la tortura y otras violaciones de derechos civiles.
Prisionero del clintonismo, rodeado de halcones guerreros como Zbigniew Brzezinski y el ex asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, Anthony Lake, quien en 1993 proclamó el nuevo paradigma del enlargement (ampliación) que modificó el mapa geopolítico de Europa central, Obama prometió ahora renovar la guerra global contra el terror.
Parece obvio, pero no hay que olvidar que Obama llega a la jefatura de un país imperialista, que se encuentra en el cenit de su poderío militar y no va a cambiar su esencia ni su lógica expansionista depredadora por un cambio de hombres en la Oficina Oval. Como Bush padre y Clinton, quienes sostuvieron las políticas esenciales del reaganismo, de manera más astuta y sutil Obama/Clinton continuarán la diplomacia de guerra de Washington.
Cabe aclarar que en 1996, con el Acta Antiterrorista de Janet Reno, Bill Clinton se anticipó y allanó el camino a la Ley Patriótica de John Ashcroft y Alberto Gonzales. Es previsible, pues, que la nueva fase de militarización imperial adoptará un “rostro más humano”.
No más tortura y nadie por encima de la ley, dijo Obama. Bien. Pero para ello su gobierno deberá derribar el andamiaje seudo-legal construido por Bush y compañía para amparar la tortura y el asesinato al margen de las normas del derecho internacional. A su vez, la práctica de la tortura anula cualquier posibilidad posterior de enjuiciar a los detenidos, ya que las pruebas obtenidas de esa forma no resisten el filtro de legalidad de Estados Unidos y las convenciones de Ginebra que, según Obama, recobrarán ahora plena vigencia. Sin embargo, el cierre de campos de concentración en el plazo de un año representa un auténtico embrollo o quebradero de cabeza jurídico: ahora los únicos responsables son aquellos que permitieron o coadyuvaron a la existencia de esa red, aplicaron aberrantes métodos de coacción física y generaron la impunidad para dichas acciones.
Al final, la gran paradoja es que si el antiterrorismo tenía como objetivo acabar con el terrorismo yihadista –lo que no se logró–, existen ahora pruebas legalmente válidas que servirán para enjuiciar a quienes participaron directa e indirectamente en las más atroces prácticas del terrorismo de Estado bushista. Y como dijo el Nobel Paul Krugman en “¿Perdón y olvido?” (The New York Times, 20/1/09), si se encubre a quienes durante ocho años rompieron la ley sin remordimientos, se garantizará que vuelva a suceder.
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