Editorial
Si en política forma es fondo, la manera tramposa y equívoca en que se promovió, gestionó y presentó la iniciativa gubernamental de reforma energética entregada ayer en la tarde al Senado de la República refleja la esencia de la propuesta, contraria a los intereses de la nación y parcialmente privatizadora, a pesar de lo expresado unas horas después, en un mensaje en cadena nacional, por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa. En conjunto, las cinco propuestas (Ley Orgánica de Petróleos Mexicanos, Ley de la Comisión del Petróleo y reformas a las leyes Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional, de la Comisión Reguladora de Energía, y Orgánica de la Administración Pública Federal) apuntan a abrir al capital privado las labores de refinación y transporte (incluidos los oleoductos) de crudo, así como a ampliar el margen de discrecionalidad para que Petróleos Mexicanos (Pemex) efectúe contratos por asignación directa y contrate deuda. En cuanto a la antigua y procedente demanda de dotar a la paraestatal de autonomía administrativa para impedir que siga siendo saqueada por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la iniciativa calderonista la reduce a una renovación del mecanismo de control presidencial sobre Pemex, con la propuesta de que la empresa quede bajo un consejo de administración de 15 integrantes, de los cuales 10 serían nombrados desde Los Pinos, uno más sería el secretario de Energía en turno y los cuatro restantes, designados por el sindicato petrolero.
Los documentos enviados por la Presidencia a Xicoténcatl abundan en párrafos que no cambian nada, que incluso empeoran la redacción actual de las leyes cuya modificación se propone (como el artículo 3, inciso I, de la Ley Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional), que constituyen abiertos contrasentidos (“Cualquier controversia relacionada con la licitación, adjudicación o ejecución de los contratos deberá resolverse conforme a las leyes de los Estados Unidos Mexicanos y someterse a la jurisdicción de los tribunales competentes de México o a tribunales arbitrales nacionales o internacionales”) o que abren negocios colaterales a empresas financieras privadas (bancarias, bursátiles, fondos de inversión), como los “bonos ciudadanos”, presentados en forma ocurrente como “un mecanismo innovador tendiente a que los mexicanos se beneficien de manera directa del buen desempeño de Petróleos Mexicanos”. Los cinco documentos enviados ayer al Senado por Calderón (quien, un día antes “no tenía idea” de la iniciativa) son, en suma, una continuación de la estrategia de engaños a la opinión pública y de una campaña en la que, lejos de informar a la sociedad, se buscó confundirla, desinformarla y distraerla para intentar un avance sustancial en la privatización y el desmantelamiento de la industria petrolera propiedad de la nación.
Pero todo ello no alcanza para ocultar el punto sustancial, que es la propuesta de modificación al artículo 4 de la Ley Reglamentaria del Artículo 27, a fin de permitir al capital privado que intervenga en la refinación y transporte de hidrocarburos, en el entendido de que la segunda de esas actividades le permitiría operar oleoductos. Se plantea, en suma, entregar a particulares uno de los segmentos de mayor valor agregado de la industria petrolera, para que éstos realicen negocios de cifras astronómicas, y con ello la propuesta no respeta, sino que contraviene, lo dispuesto en el artículo 27 de la Carta Magna. Por añadidura, los cambios legales propuestos constituyen una manera un tanto extraña de “fortalecer a Pemex”, de “asegurar que México cuente con petróleo, no sólo para los próximos años, sino para las futuras generaciones” y de propiciar “que la riqueza petrolera genere más bienestar para todos”. Como lo previeron muchas voces, se busca repetir, con los hidrocarburos, la maniobra que, vía una ley secundaria, abrió la industria eléctrica al capital privado.
En síntesis, la propuesta del Ejecutivo federal atenta contra uno de los fundamentos centrales del México contemporáneo: el principio de que la propiedad de los recursos naturales corresponde a la nación y que la industria energética en general, y la petrolera en particular, deben ser monopolios públicos. Si ese es el fondo, la forma es en extremo desaseada: se empieza por un promocional equívoco sobre el supuesto tesoro de las aguas profundas y la pretendida necesidad de entregarle parte de él a empresas extranjeras y, sin rubor alguno, se acaba poniendo la operación política de la reforma en manos de Juan Camilo Mouriño, señalado por el conflicto de intereses en que habría incurrido como representante popular y funcionario público del sector energético, por un lado y, por el otro, contratista privado de Pemex.
Las intenciones de quienes ocupan el gobierno federal son, muy a su pesar, y en un sentido paradójico, transparentes: esta iniciativa de reformas del grupo en el poder no responde a los intereses nacionales, sino al inagotable apetito oligárquico de disponer de enormes sumas de dinero público, y no precisamente para asegurar “que ningún joven mexicano se quede sin estudiar una carrera técnica o profesional”, como se señaló en forma demagógica; para ese objetivo, o para otros igualmente nobles, habría bastado y sobrado con los excedentes de la factura petrolera que desaparecieron sin dejar rastro durante la administración pasada, de la que la actual es heredera y continuadora.
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