Guillermo Almeyra/ I
Los símbolos, en política, tienen siempre un enorme peso en el imaginario colectivo. El romántico ingreso en La Habana en delirio de los jóvenes barbudos vencedores el 1º de enero de 1959 sacudió la conciencia y los corazones de los trabajadores en todo el mundo y abrió una nueva fase de luchas (que incluyen el 68), cerrando un ciclo de grandes derrotas populares, como la reconstitución del poder del imperialismo en Bolivia tras la revolución de 1952; la derrota de la revolución guatemalteca en 1954; el derrocamiento del gobierno constitucional de Juan Domingo Perón en 1955 por un golpe militar proligárquico; la represión soviética al gobierno de los consejos obreros húngaros en 1956, y la guerra sionista de ese mismo año en el Sinaí contra Siria, Egipto y la resistencia palestina. La revolución cubana demostró que era posible disolver a un ejército represivo y derribar una dictadura feroz si se contaba con el apoyo de la mayoría de la población, que la relación de fuerzas mundial hacía posible echar a un agente de Washington y comenzar a crear otro aparato estatal, incluso sin contar con un partido ni con aliados internacionales, pues el movimiento 26 de Julio era un grupo abnegado pero heterogéneo; el PSP –el partido comunista cubano– se había opuesto hasta el último momento a la lucha armada contra Batista y la Unión Soviética veía con suspicacia a los revolucionarios y sólo reconoció su gobierno revolucionario hasta 1961, dos años después del triunfo de la revolución.
Surgió así entonces un hecho nuevo y trascendental: a 150 kilómetros de la principal potencia militar y económica y en lo que era el patio trasero del imperialismo estadunidense triunfaba una revolución armada antimperialista y democrática de campesinos y estudiantes apoyada por los trabajadores, aunque no dirigida por éstos. Más aún, en vez de ceder ante las presiones imperialistas como había hecho el MNR en Bolivia, esa revolución tenía una dinámica tal que la llevaba a profundizar su curso ante cada ataque del enemigo.
La influencia de esto fue enorme en América Latina, sobre todo en la izquierda. Hasta 1959, los partidos comunistas condenaban la lucha armada y, triunfante la revolución, pedían en Cuba un gobierno de unidad con los burgueses antibatistianos por boca del ex pastelero Jacques Duclos, el segundo líder del PC francés. A la izquierda de esos partidos comunistas, tantas veces aliados con las oligarquías locales y con los hombres de Washington (como Batista, o el dominicano Trujillo), sólo existían unos diminutos y marginados grupos trotskistas en unos pocos países. Ahora surgía en Cuba una corriente revolucionaria nacionalista que se radicalizaba, en la que en los primeros dos años existía plena libertad de prensa y de actuación para la izquierda y que aceptaba la existencia de varias tendencias y partidos revolucionarios (de cuya fusión nacería en 1961, dos años después del triunfo revolucionario, las Organizaciones Revolucionarias Integradas –ORI– y recién en 1965 el actual Partido Comunista cubano, no sin antes tener que depurar la revolución del ala estalinista que actuaba como agente de Moscú). Aunque la mayoría del pueblo cubano recordaba aún, como el mismo Fidel Castro, el apoyo a Batista del PSP y no era socialista, el ataque imperialista contra la dirección cubana, a la que Washington acusó desde el primer momento de comunista, llevó a Fidel Castro a declarar que el país era socialista, en sorpresivo discurso radiofónico pronunciado después de la derrota de la invasión imperialista en Bahía de Cochinos, en 1961. La tardía alianza con los soviéticos no fue pues resultado de la influencia política de Moscú sobre los jóvenes dirigentes revolucionarios, sino que fue impuesta por la presión imperialista y por la decisión de defender a cualquier costo las conquistas de la revolución y la independencia y dignidad del pueblo cubano, encontrando apoyo y tecnología en los adversarios de su enemigo.
Nació y se desarrolló así un gobierno plebeyo revolucionario que asumía definiciones socialistas, pero dirigía una economía capitalista y actuaba dentro del mercado mundial capitalista. Ese gobierno se opuso a los grandes capitalistas locales y al imperialismo, que lo sabotearon por todos los medios posibles, incluso insurreccionales, y no tuvo nunca el apoyo de las clases y sectores procapitalistas, que emigraron. Además, contra sus previsiones y su voluntad se vio obligado a apoyarse en la Unión Soviética y en partidos que huían de la revolución como de la peste y que declaraban que su objetivo era la mera coexistencia pacífica con el imperialismo y a eso sometían todo lo demás, incluida la independencia cubana, como lo demostraron en 1962 en la famosa crisis de los cohetes.
Fidel Castro pasará pues a la historia, junto a José Martí, como el líder de la última revolución de independencia latinoamericana, que fue y sigue siendo una revolución democrática, nacional, antimperialista con dinámica anticapitalista. No es ni ha sido nunca un teórico socialista sino un gran revolucionario y hombre de Estado cubano. Esa es su fuerza pero también su debilidad. En efecto, no se puede hacer un balance de la política de los revolucionarios cubanos prescindiendo del peso de la personalidad y de la formación teórica de sus dirigentes, incluso de los mejores de ellos, como Fidel Castro o el Che Guevara. Un mero artículo periodístico, por supuesto, no basta para lo que debería ser tarea de una obra documentada (no de una de las habituales hagiografías), pero trataré de esbozar algunas líneas en la segunda parte de esta nota.
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