Porfirio Muñoz Ledo
Nuestra infancia se deleitó con la cinta de Walt Disney “Los Tres Caballeros”, en la que personajes zoomorfos encarnaban los estereotipos de un norteamericano, un mexicano y un brasileño, exhibiendo su fraternidad en el trasfondo lúdico de paisajes y canciones: el pato Pascual, Pancho pistolas y Pepe carioca.
El propósito era exaltar la “alianza de las Américas” al término de la segunda conflagración y en los prolegómenos de la guerra fría. Hoy, las tres figuras emblemáticas —a las que podría adaptarse la caricatura— pertenecen al hemisferio norte y acaban de encontrarse en Guadalajara con objetivo semejante: ostentar amistad en el entorno lucidor de murales, danzas y mariachis.
En la llamada “cumbre de la simulación” se privilegiaron el trámite diplomático y el despliegue mediático sobre la auténtica negociación y el análisis de las causas y salidas de la crisis. El ansia de Calderón por el reconocimiento a su arrojo de gallito empistolado relega la necesidad central del país: la revisión del TLC, matriz del Estado fallido.
La declaración final es una oda a la vaciedad complaciente. Dice Stephan Richter que el discurso “fascinador” de Obama nos coloca en una realidad virtual, que se evapora ante los poderes del Congreso y los grupos de presión. Resulta apenas creíble la distancia entre las críticas del mandatario estadounidense hacia el Tratado en tiempos de campaña y los frutos de esta reunión cimera, triste prolongación de la era Bush.
El TLC fue concreción de un proyecto ideológico derrotado en las urnas y enterrado por el desastre financiero: el instrumento privilegiado del Consenso de Washington, hoy en descrédito. El acuerdo adolece de prestigio en la región, tanto por su origen dudosamente democrático como por las profundas desigualdades que generó. Durante su vigencia estallaron, además, crisis económicas de inmensas proporciones.
La contracción del producto global —estimada por el FMI en menos 1.4 afecta con mayor severidad a sus socios (menos 2.3 Canadá, menos 2.6 Estados Unidos y menos 7.3 México). La lógica más elemental obligaría a revisarlo desde sus cimientos, corregir sus asimetrías y reformular el modelo en que se sustenta.
Para nosotros, ha significado la ampliación del déficit comercial con las demás regiones del mundo, a pesar de los múltiples instrumentos que hemos suscrito. Si nuestra balanza es superavitaria con América del Norte, se debe primordialmente al ingreso por colocación de drogas y —de modo decreciente— por las remesas de los migrantes, las ventas de petróleo, gas y otras materias primas, la maquila y el turismo. El retrato de una economía primitiva.
Lo que entonces pactamos fue el adelgazamiento gradual del Estado y de sus atributos soberanos en aras de un auge que nunca llegó. Antes de la apertura, habíamos crecido al 6.4 n promedio durante cuatro decenios; desde entonces, apenas habíamos rebasado el 2. La actual es caída libre, porque las instituciones están desfondadas y nos falta la organización productiva para aprovechar la recuperación que vendrá.
Cuando las cumbres no tienen aliento, sirven cuando menos para desbloquear problemas de coyuntura. De otro modo carecerían de sentido. Esta será recordada por su ambigüedad sintomática: los vagos ofrecimientos de reforma migratoria —sin que medie para su aplazamiento un 11 de septiembre—, la negativa canadiense a reparar el agravio de las visas y el traspaso a la OEA de la tragedia hondureña, de parte de quienes más poder tendrían para resolverla.
Nos hallamos en un círculo particularmente vicioso. Cuanto mayores son las exigencias de cambio en el país y en sus relaciones exteriores, menores son la legitimidad, la competencia y la autoridad del gobierno: ese es el verdadero peligro para México. Tal vez haya llegado la hora del Congreso.
¿Cuál Congreso? ¿El de la mayoría prianista? No, ha llegado la hora del pueblo, o mejor dicho: HA LLEGADO LA HORA DE LOS PUEBLOS.
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