jueves, abril 12, 2007

El gran síndrome de Estocolmo

Adolfo Sánchez Rebolledo

El histórico fracaso de la izquierda autoritaria para crear un "modelo" de sociedad distinta al capitalismo evaporó la noción de socialismo. En el mejor de los casos, ésta volvió a la utopía, es decir, al cajón de los sueños irrealizables o, peor, se convirtió en la pesadilla irrecuperable del siglo XX. Ante ese abrupto "fin de la historia", las personas de izquierda se replegaron, abrumadas por el triunfo arrollador del nuevo "pensamiento único". Para los vencedores, en cambio, una vez desarbolado el conflicto de la vieja sociedad de clases, el camino se aclaraba bajo la sombra acogedora de la democracia, último estadio de la evolución social posible. Así, liberada de toda amenaza real, la utopía capitalista hallaba al fin las condiciones para su plena realización: sin enemigos a la vista dejaba de ser un producto ideal para convertirse en realidad concreta.

Pero el sueño, heredado de la guerra fría y puesto a punto por los discípulos de Hayek, duró poco. La democratización llega tarde o no llega, pero en todo caso no consigue un "nuevo orden mundial" más justo. La mundialización arrasa cualquier localismo, subvierte el vínculo histórico de las naciones con sus territorios, despierta gigantescas migraciones y desata la religiosidad como última instancia enajenada y hostil ante la uniformidad de los valores occidentales dominantes. El resentimiento pasa a ser la normalidad espiritual de millones de hombres y mujeres desarraigadas de su entorno cultural: la xenofobia, el racismo se alzan como muros enormes contra la "integración" de los estigmatizados.

Sin embargo, la globalización avanza como si fuera un fenómeno natural irresistible, pero no lo hace sin auspiciar la violencia, entre otras cosas, porque no es un hecho neutral, ajeno a la preminencia de ciertos intereses y estados que aún mantienen el monopolio de la soberanía, cuando no del más viejo chauvinismo. Impuesta, mas no asumida desde adentro, la globalización se concibe como una fuerza ajena, externa, que, sin embargo, trastoca profundamente la vida local y recrea la desigualdad. Lejos de extinguirse, el conflicto se agudiza en ciertas regiones del planeta, pero ante el terrorismo el Imperio responde con terribles palos de ciego que profundizan la incertidumbre. Reaparece el sueño orwelliano en nombre, ahora, de la democracia. En las calles de las metrópolis, una suerte de variado neoludismo hace del rechazo absoluto la opción, pero éste no logra imponerse. La crisis de perspectiva relativiza la protesta; no la anula, pero le resta eficacia, la hace casi soportable.

No obstante, pese a todo, la utopía capitalista también se derrumba como ideal colectivo. La desconfianza y el valemadrismo se apoderan de capas enteras de la juventud. Los partidos no interesan. La democracia le da igual a contingentes variados y crecientes. La solidaridad deja de ser un valor primordial ante la victoria del individualismo que, gracias a la hegemonía mediática, es devorada por la "sociedad de consumo". Y es en esa vuelta de la historia donde, ironías posmodernas, algunos decretan la muerte de la izquierda. "En su hora de triunfo general, el capitalismo ha convencido a muchos de aquellos que alguna vez lo creyeron un mal evitable, que es un orden social necesario y, ya puesto en la balanza, hasta saludable", escribe Perry Anderson en su provocador ensayo Renovaciones. La proclamación solemne de una nueva síntesis social-liberal, una tercera vía "más allá de la izquierda y la derecha", caricaturiza la intervención del Estado y magnifica la fuerza del laissez faire, del individualismo, tanto en la economía como en la política. En otras palabras, la izquierda reciclada bajo la fórmula del compromiso padece una suerte de síndrome de Estocolmo respecto del capitalismo, pero en el extremo opuesto, dice Anderson, también "se sobrestima el significado de los procesos contrarios al capitalismo". Sin una crítica comparable a la de Marx en su época, no hay alternativa, concluye.

No debería olvidarse, empero, que el socialismo es, sobre todo, expresión del movimiento real, no una mera construcción teórica o ideológica, aunque también lo es. Los ideales socialistas han inspirado cambios, reformas y revoluciones justo porque se plantean mejorar la vida en la tierra y no en los cielos, donde todas las religiones prometen la salvación de las almas, la perfección o el castigo eterno. Por eso, más que predicar sobre las virtudes imaginadas de una hipotética comunidad, hoy los socialistas tienen ante sí los problemas que impiden avanzar hacia una sociedad menos desigual o deshumanizada, confrontando ideas y experiencias. A la pregunta de qué buscan, no responden de una vez para siempre, si bien se reiteran ciertos temas, como la necesidad de fortalecer el derecho a la equidad poniendo límites a la lógica del mercado y a la jerarquización social de ella derivada; la voluntad de asegurar grados crecientes de participación de la ciudadanía en la gestión de los asuntos que le conciernen y, en definitiva, la transformación del Estado -de un genuino Estado laico- en un instrumento al servicio de la mayoría, capaz de recrear los espacios públicos en vez de suprimirlos. Ninguno de estos grandes apartados es incompatible con la democracia; todo lo contrario. Pero su cumplimiento exige mucho más que la periódica participación electoral de los ciudadanos. Requiere intensa actividad organizada, capacidad para hacer la crítica del Estado y disolver la idea de "masa" en los individuos concretos que se reconocen, no en la burocracia que pretende representarlos, sino en los planteamientos que se esgrimen para unir y convencer.

En este contexto, imaginar un mundo mejor es inevitable. Reformar la economía, la política, la cultura y garantizar la libertad no es coser y cantar, pero reiniciar el camino es el único horizonte para evitar que la lumbre llegue a los aparejos. Hablo de México, por supuesto.

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