Gianni Proiettis*
Para la Iglesia católica romana, la libre expresión de la sexualidad es un pecado mortal. Sólo el hombre y la mujer pueden "conocerse" en un sentido bíblico y para fines exclusivamente reproductivos. Lo demás queda prohibido. Ni se hable de homosexualidad -considerada una enfermedad-, del uso de contraceptivos, de derecho al orgasmo o de educación sexual. La simple mención del placer es sospechosa.
Arraigada en la tradición patriarcal y misógina del judaísmo, la Iglesia -como gusta ser llamada, por antonomasia- ha forjado su visión sexofóbica, de negación del cuerpo, al calor de las hogueras de la Inquisición, que han quemado por siglos miles de libre pensadores y curanderas.
Francesco Maria Guazzo, monje ambrosiano, escribía en 1608 en su Compendium Maleficarum que los sabbat de las brujas terminaban en tremendas orgías y en acoplamientos entre humanos y animales, pintándonos involuntariamente el sueño de un reprimido sexual. Y mencionaba las sospechas que envolvían a las parejas estériles, posibles víctimas de alguna "atadura" mágica. Hoy en día, cuatro siglos después y en tiempos de sida, la Iglesia veta el uso del condón.
Según la agencia católica Adital, cada año en América Latina cerca de 5 mil mujeres mueren por abortos mal practicados: más que todos los soldados estadunidenses caídos en Irak en los últimos cuatro años. Pero esta tragedia colectiva de dimensiones genocidas es ignorada u ocultada. Si la Iglesia católica defendiera el derecho a la vida de estas mujeres -y de los miles de iraquíes inocentes que mueren bajo los bombardeos "democratizadores" y de los millones de hambrientos víctimas de las trasnacionales- con el mismo ahínco que muestra en la defensa de los embriones, recuperaría un poco de la credibilidad perdida y se pondría más al paso con su tiempo.
La ofensiva vaticana en contra de la interrupción del embarazo, el control de la natalidad, la eutanasia y las familias gay es una batalla a escala mundial y se presenta como la última cruzada, diseñada desde Roma para recuperar terreno y salir de una grave crisis valiéndose de chantajes y complicidades políticas. Sin embargo, es una batalla con resultados muy disparejos.
En Italia, donde la despenalización del aborto fue aprobada en 1978 por una clase política mayoritariamente católica, a pesar de los truenos pontificios, una iniciativa de ley discutida actualmente para dar estatuto jurídico a las uniones homosexuales -como la aprobada recientemente en el Distrito Federal- está quedando congelada por la tibieza del gobierno Prodi, de centro-izquierda, frente a las pretensiones clericales. Los párrocos italianos ya están preparando manifestaciones callejeras, con la anuencia de sus obispos, para el recién instituido Family Day (sic), el próximo 12 de mayo, en defensa de la familia heterosexual.
Por otro lado, la nueva ley sobre el aborto actualmente en discusión en la ALDF, que representa una ampliación de la ya vigente ley Robles, ha abierto en México un debate nacional que, a pesar de un gobierno federal expresión de la derecha católica, revela un creciente hartazgo por las intrusiones del clero en la política. Nada de sorprendente en un país que, aunque católico en su mayoría, ha hecho de la separación entre Estado e Iglesia un dogma civil.
Lo que sorprende es la incapacidad de papa Benedicto XVI de entender que la batalla emprendida es contraproducente y crea una innecesaria polarización social. El clero católico, involucrado en innumerables casos de pedofilia, que incluyen a altos prelados mexicanos, menguado por la creciente crisis de las vocaciones, agitado por los pedidos de acabar con el celibato e instituir el sacerdocio femenino, no está en la mejor posición para librar una ofensiva de esta envergadura.
Aunque desde las primeras cruzadas haya pasado casi un milenio, la Iglesia no renuncia, inspirada por Dios, a querer dirigir los poderes mundanos, ayer desatando guerras imperialistas y de conquista, hoy pretendiendo legislar también en nombre de los no creyentes, imponiendo sus preceptos y prohibiciones a la sociedad toda.
La campaña antiabortista de estos días, presentada como una lucha "en favor de la vida" -como si el otro bando estuviese en favor de la muerte- no logra ocultar un profundo desprecio para la autodeterminación de la mujer, reducida a mera incubadora, privada de la soberanía sobre su cuerpo y obligada a recurrir a intervenciones a menudo muy riesgosas.
No se puede soslayar el aspecto económico del problema, con una "industria" ni tan clandestina que atiende a las mujeres ricas y obtiene jugosas ganancias, frente a una legión de mujeres pobres obligadas a gestos desesperados y hasta autolesivos. Interrumpir un embarazo es una decisión ya bastante dolorosa y traumática para una mujer como para querer añadirle un cargo criminal y un estigma espiritual. Quienes temen que una despenalización del aborto provoque un incremento del fenómeno pueden tranquilizarse mirando la experiencia de otros países, como Italia, donde los abortos se han reducido drásticamente y, gracias a la asistencia sanitaria pública, las muertes por complicaciones han prácticamente desaparecido.
Cabe también mencionar que las legislaciones "abortistas" vigentes en muchos países siempre respetan las convicciones de quien está en contra, nunca obligan a nadie a interrumpir la gestación y dispensan a los doctores y al personal paramédico que, en el interior de la estructura pública, no quieren prestar este servicio. No así la facción "pro vida", que pretende imponer, a golpes de excomunión y amenazas, su visión coercitiva y criminalizante al entero orbis terraqueus.
Papa Ratzinger -quien, cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la hodierna Inquisición) se esmeró en defender al fundador de los Legionarios de Cristo, padre Marcial Maciel, encubriendo su pedofilia y su adicción a la morfina- debería tomar en cuenta que la mujer es "la otra mitad del cielo" y es ella quien tiene la última palabra sobre su vida y su cuerpo. Quizás entonces la fuga de feligreses empiece a disminuir.
* Académico y periodista romano
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