Luis Linares Zapata
Después del furioso griterío de los medios de comunicación masiva se irá imponiendo un sereno análisis de lo ocurrido en días recientes. El Congreso ha decidido dar cabida al debate sobre las reformas petroleras que envió el presidente del oficialismo. No fue todo lo que el Frente Amplio Progresista (FAP) buscaba, pero lo conseguido da tiempo suficiente para que se lleve a cabo un proceso amplio de información a la ciudadanía y para que ésta tome mayor conciencia sobre las pretensiones subyacentes en las citadas reformas. No se trata sólo de clarificar los perfiles de una intentona de privatización disfrazada, sino de presentar el feroz ataque contra la letra y el espíritu constitucional. El núcleo de plutócratas y sus panistas subrogados han ido demasiado lejos al tratar de incidir, para trastocarlo, sobre el pacto fundacional del moderno Estado nacional y su punto central de unidad: el control de la industria petrolera de México.
Lejos van quedando los pocos argumentos y los muchos denuestos esgrimidos para desviar tanto el curso real de los acontecimientos como los objetivos perseguidos, es decir, se prohibió tocar, en la difusión radiotelevisiva y escritos anexos, la sustancia del desacuerdo. Y, en esa medida que ahora la distancia impone, se pierden los endebles soportes que sustentaban el esfuerzo por ignorar la causa eficiente de los sucesos, su materia primigenia: la defensa de la riqueza petrolera que le queda al suelo de los mexicanos.
La alharaca pública, patrocinada por los mandones de medios, se centró en posturas de falsedad pocas veces vista. De la captura de las Cámaras se pasó al socorrido concepto de secuestro para designar, bajo instantánea condena, la toma de tribunas y el despliegue callejero de las adelitas. Siguió la disquisición sobre los significados que para la democracia tendría tan crucial acto de violencia. Se proclamó que el corazón mismo de la vida democrática había sido herido de muerte. El sagrado recinto del diálogo, atropellado por una minoría de una minoría, fue la sentencia de culpabilidad para los intelectuales orgánicos de los medios.
El acento se puso en descubrir las órdenes del denostado caudillo. Las instrucciones que este personaje imponía sobre la legislatura, contaminando todo esfuerzo aclaratorio adicional. Una consigna repetida hasta el infinito en cuanto micrófono y espacio estuvieron disponibles para los gritones enardecidos que, en su triste deambular informativo, exhiben profunda ignorancia y tontería. En este estadio de cosas, el ámbito colectivo ya no resistía más deformaciones. Pero la estulticia pudo más y los batallones de la derecha siguieron en su proceder bajo un sólido acuerdo de clase: demoler al enemigo para liquidar sus aspiraciones de líder. No es momento, y menos aún con la plataforma petrolera, para las dudas o las debilidades de los timoratos. Hay que sepultar, sin miramientos, las palancas de poder que AMLO despliega por el depredado país de los mexicanos, ahorcar su arrastre popular y sacarlo de cualquier contienda electoral futura. Había que aprovechar, acordaron en los cenáculos privilegiados, la coyuntura que se les presentaba en bandeja: un cúmulo de errores cometidos en la decidida defensa de la riqueza petrolera. La oportunidad para limpiar la ruta de rivales estorbosos a los ya sembrados candidatos de la derecha. El tiempo para empujar a los emisarios de los potentados había llegado. Y así lo entrevieron los mandones de siempre que se empeñan, contra toda ley, en diseñar y dar a sus protegidos los estímulos cotidianos que se requieren, ¡faltaba más y no se pudiera! Ahí tienen a Televisa, instrumento que difunde y cobra por candidaturas a la medida de los espots.
Entre lo que se acuerda y ordena en la cúspide de los plutócratas, los medios a su disposición, y sus amanuenses cotidianos, hay una correa de transmisión directa. Todos los que aparecen para leer instrucciones o comentarlas con aparente independencia y alegada libertad de criterio tienen hay una ligazón estructural de intereses apenas disfrazados con aires de pluralidad.
De esta grotesca manera y con base en postulados nebulosos se pasó al ataque pretendidamente demoledor. El golpe de Estado técnico fue presentado como intención de los secuestradores de tribunas. La insurrección general era el objetivo que unos cuantos iluminados otearon como real desembocadura de la disidencia callejera. El petróleo era simple coartada, la esgrima ficticia del caudillo. Sus reales afanes se orientan a derrocar al régimen establecido. Su desprecio por las instituciones llevado al extremo. El colofón ante tal desmesura difusiva, plasmada en artículos y arrebatos radiotelevisivos a manera conclusiones de enterados, era y es uno solo: la petición de usar la fuerza para salvaguardar la marcha de la República. Ésa es la amenaza continua que se perfila detrás de tales alegatos, lanzados al aire con la furia requerida, suscritos por intelectuales de ganados prestigios convenencieros o columnistas de consigna que inundan revistas y diarios.
El triunfo de la negociación frenó, al menos de manera temporal, los arrestos de esos violentos, al estilo del altisonante dirigente panista del presente. Se ha dado cabida a un intervalo, celebrado con ardor masivo en las calles, que hará perder piso a los que claman por un orden impuesto por la fuerza, el falso respeto a las instituciones embargadas por traficantes de influencias y las hipocresías de contratistas a destajo que quieren echar el guante a la renta petrolera y a toda esa alharaca que se difumina apenas se eructa en un micrófono rentado. Se abrió, a instancias del FAP, un intervalo precioso por el que se irá colando información sólida, casa por casa, hasta abarcar esta abigarrada sociedad. El debate programado es una oportunidad para poner al alcance del ciudadano común elementos que le auxilien para formar un juicio colectivo bien cimentado, causa eficiente de la sabiduría popular. La reforma energética que se requiere para un México soberano e independiente al que se aspira, no el postrado y dependiente que se encierra en las iniciativas de Calderón.
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