Pedro Miguel
“A mí no me culpen: yo no voté por el PRI”, rezaba una consigna de inspiración panista que algunos pegaban en sus automóviles hace casi tres lustros, cuando la ineptitud monumental de Ernesto Zedillo (el que sabía “como hacerlo” para dar “bienestar a tu familia”) y la herencia podrida del salinato se conjugaron para desatar la peor crisis económica de cuantas padeció el país en el siglo pasado.
Un deslinde mucho más enérgico podría aplicarse ante la catástrofe de seguridad pública que Felipe Calderón ha desatado en menos de dos años de gobierno, sólo que ahora resulta irrelevante que en 2006 hayas votado o no por el PAN: los votos no se contaron bien y el designio del poder público era impedir a como diera lugar la llegada de López Obrador a la Presidencia e imponer la continuidad, en la persona del michoacano. Éste, “haiga sido como haiga sido”, fue convertido en jefe máximo de las corporaciones policiales y de inteligencia del país, comandante supremo de las Fuerzas Armadas y encargado superior de la seguridad pública y de ejecutar las leyes que hay. Da pena tener que recordarlo, pero la responsabilidad política y administrativa por la descontrolada violencia delictiva corresponde a quien está a cargo de tales funciones.
Por incapacidad o por designio –él y sus allegados lo sabrán, tal vez–, el quehacer gubernamental en materia de combate a la delincuencia ha tenido el efecto contraproducente de multiplicar y exacerbar, en estos casi dos años de pesadilla, las manifestaciones criminales hasta llegar alpunto en el que un grupo de matones, con o sin vínculos en algún nivel de la administración pública, decide masacrar a civiles inermes en la ciudad natal del propio Calderón, a la vista de todo mundo, ante las cámaras y en vísperas de la que sigue siendo, por encima de los aparatosos operativos televisables, la principal demostración pública de la fuerza del Estado.
El atentado fue precedido por otras atrocidades crecientes y marcó el principio de una nueva etapa en el intercambio de mensajes horrendos que tiene lugar en una clave que escapa, no hay que hacerse ilusiones, a la comprensión del grueso de la ciudadanía. Si las ejecuciones, las decapitaciones, las narcomantas y las granadas contra la muchedumbre son una manera de pedir que cesen los dispositivos policiaco-militares, si expresan exigencias de que se deje de brindar protección oficial al cártel de los contrarios o si son una simple forma sádica de solazarse exhibiendo la debilidad del Estado, Calderón Hinojosa, Medina Mora, García Luna y Mouriño Terrazo habrían tenido que averiguarlo (si es que no lo saben desde el principio) y detenerlo, que para eso cobran, y mucho, y para eso disponen de recursos casi ilimitados.
Ya no está claro si asistimos al fracaso de una estrategia de seguridad o al éxito rotundo de una estrategia de inseguridad, pero el calderonato carece de autoridad moral para corresponsabilizar a la sociedad y para exigirle que se convierta en un cuerpo parapolicial de soplones. Por si no bastara, ahora resulta –eso deslizan o afirman sin rubor Calderón y sus opinadores– que quien no esté a favor de la sangrienta chambonería gubernamental es algo así como cómplice pasivo de los Zetas o traidor a la patria. Ah, y que El Peje tiene la culpa del desbarajuste. ¿Así o más?
La pavorosa inseguridad se suma al entreguismo gubernamental y al empecinamiento en una política económica que además de antipopular ha resultado ser muy torpe. El desastre consiguiente justifica sobradamente la búsqueda de mecanismos institucionales para remover a unas autoridades que han mostrado con creces su incapacidad, y no hay en esto afán golpista ni desestabilizador: la desestabilización corre a cargo del actual gabinete y las conjuras para sacar a Calderón de Los Pinos, si las hubiera, serían tarea de quienes lo pusieron allí y quienes, llegado el caso, no tienen inconveniente en atropellar la institucionalidad.
Ellos tampoco están contentos y se han sumado a la consigna legítima y doliente de Alejandro Martí –“si no pueden, renuncien”–, a quien nadie hasta ahora ha acusado de buscar el derrocamiento. Y sin embargo, no hay diferencia de sustancia entre lo dicho el 20 de agosto por el padre de un joven asesinado y lo que expresó el líder de la resistencia civil el 15 de septiembre. Salvo por el condicional “si no pueden”, a todas luces retórico, porque no pueden o no quieren (ellos sabrán) hacer su tarea.
martes, septiembre 23, 2008
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