Arnoldo Kraus
Mucho se ha hablado acerca de si la ciencia y sus actores deben o no ser neutrales. En esta discusión vinculo la palabra neutral con el término ética, y con otros atributos como justicia social; en el mismo contexto deben escrutarse las relaciones entre algunos científicos (por fortuna muy pocos) con el poder político y económico. Agrego, para fomentar el disenso y sembrar más controversias, los daños generados por la ciencia en algunas personas, en la sociedad y en la atmósfera.
Buena parte de lo que ahora escribo emergió de una mesa redonda organizada la semana pasada en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM, bajo el título “La ética en la investigación”. Robo –corroboro, plagio con astucia– de León Olivé, Diego Valadés y Ruy Pérez Tamayo, inmejorables expositores, algunas de sus ideas, aderezadas por las recientes declaraciones de James Watson, Premio Nobel de Medicina en 1962 junto con Francis Crick, descubridores de la doble hélice del ácido desoxirribonucleico.
Aunque parcialmente se desdijo, sus ideas son duras, excluyentes y peligrosas por varias razones; las expresó un premio Nobel, la genética es y ha sido fuente de racismo y de destrucción, y, por último, el mundo es testigo sinfín de las inmensas diferencias entre los unos y los otros. No obstante que es imposible saber si Watson modificó sus opiniones motu proprio, por haber sido suspendido de su cargo en el laboratorio Cold Spring Harbor de Nueva York, o por la avalancha de críticas a nivel internacional, sus comentarios son, a todas luces, execrables.
Entrevistado por reporteros del Sunday Times dijo sentirse pesimista por las perspectivas para África, porque “todas nuestras políticas sociales se basan en el hecho de que su inteligencia (de los africanos) es igual a la nuestra, cuando todas las pruebas indican que en realidad no es así”, a lo que agregó que “toda al gente que ha tenido que emplear negros sabe que la igualdad de razas no es verdad”. Mortificado por las críticas y seguramente por la cancelación de algunos actos en Inglaterra, donde presentaría su último libro (Avoid Boring People), Watson, de 79 años, intentó disculparse: “Sólo puedo pedir disculpas sin reservas a todos aquellos que hayan inferido de mis palabras que África, como un continente, es de alguna manera genéticamente inferior”.
Al lector corresponde decidir cuál de las dos opiniones es la genuina. Los argumentos contradictorios deben leerse sopesando tres hechos: Watson es premio Nobel, cada quien puede decir lo que quiera, y debe recordarse que en 1997 afirmó que las embarazadas deberían tener el derecho de abortar si el niño “portaba los genes de la homosexualidad”. Problema crucial es que las ideas de los acreedores a los Nobel viajan por todo el mundo. Asimismo, se tiende a creer, a pesar de que muchas personas consideran que esos galardones están amañados y no necesariamente son representativos, que las opiniones de tan ilustres personas son válidas y en ocasiones ejemplares. A pesar de que se desdijo, lo espetado por Watson es terrible. Teniendo en cuenta su comentario en relación a la homosexualidad es probable que su retracción no haya sido sincera.
No hay duda de que cualquier persona tiene derecho a decir lo que piensa, pero también es cierto que en las sociedades libres es permitido y deseable opinar sobre cualquier argumento. Algunas de las escasas voces que lo han apoyado sostienen que se deben ofrecer argumentos científicos, no éticos, para contradecirlo, lo cual, también puede aseverarse en sentido inverso: Watson debe mostrar por medio de experimentos científicos su menosprecio hacia los negros y los homosexuales. El embrollo generado por el Nobel es complejo y penoso. Sus palabras pueden enturbiar algunos logros de la ciencia e incrementar las ya de por sí insalvables distancias entre los unos y los otros. No sobra recordar el número de genocidios ocurridos por el color de la piel o la religión.
Si bien es cierto que la investigación científica es neutra moralmente, la ciencia y la moral son inseparables; los productos emanados de ella y las consecuencias negativas de ésta no pueden ser moralmente neutrales. Bajo esa óptica deben leerse las declaraciones de Watson. Los científicos, al igual que los médicos, los carpinteros, los taxistas, los deportistas o los filósofos –excluyo a los políticos– son entes moralmente responsables y también deben serlo en el área social. La ciencia carece de ideología, pero el uso que se le da puede tener connotaciones políticas, racistas o inhumanas.
En ocasiones las palabras dañan más que las acciones. Eso es lo que ha hecho James Watson.
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