Luis Linares Zapata
La reforma electoral, atacada en varias de sus vertientes por agentes difusores cercanos a las posturas de los concesionarios de medios, no tardará, tan pronto entre en funcionamiento, en hacer sentir sus efectos sobre la vida política de México. Muchas de sus concreciones y avances aún penden de las normas reglamentarias que a marchas un tanto forzadas llevan a cabo los legisladores. Sin embargo, la euforia de un inicio ha ido cediendo terreno a una más prudente o limitada visión de lo que es posible hacer y esperar. Tal actitud no deja de preocupar a todos aquellos que han puesto esperanzas ciertas en esa súbita voluntad de cambio que apareció entre los dirigentes partidistas que comandan las fracciones en el Congreso.
La belicosidad desplegada en contra del Senado y de los que aparecen como sus actores principales ha sido constante desde los mismos medios afectados. Feroz auxilio han recibido estos por parte de los críticos afines que se han posicionado como tiradores continuos, ya sea por sus intereses cruzados con los de la industria o por la defensa personal o ideológica que hicieron de los consejeros y su remoción, tan necesaria como deficiente y tramposo fue su desempeño.
En el centro de la densa disputa en curso se distingue a un núcleo duro de oposición a que se destierre la propaganda, contratada por los partidos y sus aliados, de las pantallas y los micrófonos de la radio. Se alega que impedirá el conocimiento pormenorizado, efectivo, de lo que significan o plantean las distintas opciones que compiten por el poder. En especial se ha esparcido la especie de que las campañas negativas (es decir, la guerra sucia) son las formas idóneas para penetrar la opinión colectiva, para informarla mejor. Sin entrar al fondo de tan grosera aseveración y, más aún, sin dar crédito a los endebles estudios que sobre el caso han aparecido, la atención deberá ser puesta en las experiencias logradas en otras democracias, en especial aquellas cuyos avances en beneficio de sus poblaciones han sido notables.
Cuando se ha transitado de la influencia decisoria que conllevan las abultadas chequeras de los poderosos hacia el peso de votos bien contados, los balances de fuerzas sociales han sido modificados de manera radical, sobre todo en aquellas naciones donde los procesos electivos son apreciados, crecientemente, como legales, transparentes y justos. Las sociedades, que han ido dominando tales fenómenos, toman el control de sus destinos y de sus gobernantes. Dejan, de manera por demás acelerada, de temer a sus gobiernos (previamente usurpados por plutocracias) y los obligan a responder a sus reales necesidades y expectativas. Naciones con avanzados niveles de actividad democrática incluso prohíben toda publicidad en los medios electrónicos. Una de cuyas consecuencias ha sido acrecentar la reflexión colectiva (individualizada) puesto que las posturas y ofertas políticas de soporte fluyen por otros canales, menos propicios a la manipulación compulsiva de los célebres espots.
Una excepción a la norma descrita la presenta el rejuego malsano que se da en la democracia estadunidense entre la llamada mediocracia electrónica y los grandes grupos de interés que patrocinan a los distintos candidatos. En ese sistema, tomado por muchos como modelo a ultranza, como estado de gracia al que hay que imitar, es conveniente compararlo con otros donde se han logrado resultados de mejor calidad para la vida individual y organizada de sus pobladores. Los efectos en el bienestar del pueblo vecino dejan mucho que desear frente al alcanzado por naciones como las de Europa del norte. Tanto en Inglaterra como en casi todos los países del continente europeo, la propaganda electrónica ha sido erradicada por completo de los procesos electorales. Han trasladado la disputa a medios con componentes difusivos menos sensoriales y epidérmicos a otros más explícitos, difíciles de manipular y donde los temores colectivos se minimizan. La calle, la palabra en la plaza, la oferta razonada cobran entonces vida crucial en la política. Los pueblos mandan y los gobiernos oyen, atienden y hasta temen a la protesta organizada, masiva, cuando los mandatarios se alejan del pueblo y olvidan sus deberes.
Las versiones locales de que la “inversión” en medios se canaliza entonces por rumbos más sutiles, oscuros o disfrazados, como pueden ser los programas de comentario pagado, de variedades inducidas o en los mismos noticieros (gacetilla en forma de noticia, caso común en Televisa y Tv Azteca) es un simple ardid que deja de tener peso decisorio para convertirse en un suceso lateral de las contiendas.
Tratamiento parecido deben merecer, en la reforma electoral todavía en trámite, las dañinas costumbres, inveteradas prácticas en la democracia nacional, para comprar el voto ciudadano con materiales para construcción, con bicicletas, máquinas de coser, dádivas diversas y uso indebido de los programas sociales de los distintos niveles de gobierno. Los casos recientes en las elecciones municipales de Veracruz, Oaxaca, Chiapas, Baja California o Sinaloa lo ejemplifican sin duda ni tapujo retórico de federalismo que valga. Son los triunfos del caciquismo local de los gobernadores en turno, de los presidentes municipales atrabiliarios que atracan la voluntad ciudadana sin recato. Destaca aquí el caso en trámite que ejecuta Mario Marín en Puebla (de hermosura clásica) donde se prepara una elección de Estado con todo el cinismo consecuente.
El estudio serio de un sistema nacional de elecciones, y su consecuente puesta en operación, urge ante las presiones indebidas y el soterrado control que sobre los consejos electorales de los estados ejercen los tiranuelos de siempre que no dejan de retardar la maduración democrática de México. Sin embargo, una vigorosa toma de conciencia ciudadana se deja sentir por todos los rincones de esta nación exhausta y depredada. Ya retoma, con la debida organización, el ímpetu que el fraude de 2006 le truncó y, sin duda, se hará presente con la fuerza debida a su deseo y voluntad de cambio.
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