John Brown
Cabezonamente se empeñan las autoridades españolas en interpretar el problema vasco en clave de terrorismo. Según los distintos gobiernos -y presuntas oposiciones- de Madrid todo se resolvería en 24 horas si se metiese en la cárcel a los militantes de ETA y a todos los que comparten sus objetivos políticos o, si estos asumiesen su derrota y se convirtiesen a la democracia realmente existente. Las únicas soluciones según esta fórmula son alternativamente la prisión o la rendición. Para conseguir ese objetivo no se escatiman recursos: la densidad policial del País Vasco es una de las más altas de Europa, el empeño de los jueces españoles por encarcelar a mansalva a quien muestre simpatías independentistas y afirme que el problema vasco no es un problema penal sino estrictamente político, la suma atención que prestan los medios de comuniciación españoles a lo que ocurre en esa esquinita del Cantábrico, son muestra del empeño puesto por las autoridades en mantener a toda costa la unidad estatal.
El problema de esta estrategia es que resulta no accidental sino necesariamente contraproducente, pues para mantener una parte del territorio del Estado español en el seno de la madre patria, la patria se convierte en cruel madrastra que limita las libertades de vascos y españoles y se salta con ligereza los imperativos del Estado de derecho...eso sí en nombre del Estado de derecho. Debería haber bastado a las autoridades españolas la experiencia de los numerosos Estados de excepción y las penas de muerte impuestos por Franco. Podrían también reparar en el flaco argumento a favor de la adhesión a cualquier causa que suponen las detenciones masivas y la práctica de la tortura. Mala educación para la ciudadanía. Difícilmente podrán los vascos desear seguir siendo conciudadanos de los españoles cuando a estos tanto las izquierdas como las derechas españolas les inculcan un odio y un desprecio extremos hacia los vascos. Dentro del odio a los vascos se opera una distinción pareja a la que se aplica a los musulmanes: existen los vascos buenos y los vascos malos. Los vascos buenos son aquellos que aceptan el marco constitucional y no reclaman el derecho de autodeterminación -de romper con el capitalismo ni hablemos. Los vascos malos son los que consideran que existe un conflicto entre la mayoría de los ciudadanos de su país y España debido al hecho de que esta última les niega un derecho fundamental inscrito en letras mayúsculas en el derecho internacional: el derecho de autodeterminación. No vaya a pensarse que la España actual es un país tiránico y antidemocrático que se opone a este derecho, pues lo ha reconocido reiteradamente en los casos de Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Macedonia, Letonia, Lituania, Estonia, Bosnia y Herzegovina, Timor Oriental etc. Este derecho admite sólo excepciones cuando el interés político del Estado español, esto es de sus fuerzas sociales y políticas dominantes o de sus mentores extranjeros, está en juego. Así ni el Sahara occidental ni las nacionalidades del Estado español tienen reconocido tal derecho por las autoridades de Madrid. Euskal Herria tampoco.
Poco hace al caso en esta curiosa democracia que algo más del 60% de los vascos exijan que se les reconozca y permita ejercitar ese derecho o que la mayoría de los vascos no aprobara la constitución española que explícitamente lo niega. La democracia se rige por el principio de las mayorías y la única mayoría que vale en este caso, según los que mandan en Madrid o los que mandan a los que mandan en Madrid, es la del pueblo...español. El reconocimiento del principio de autodeterminación en media Europa es perfectamente compatible para ellos con su ignorancia de este mismo principio cuando se trata de su territorio nacional. Hay que tener una gran capacidad de encajar contradicciones para afirmar que Yugoslavia era una cárcel de pueblos bombardeable -por mucho que su constitución reconociese el derecho de autodeterminación y de secesión de las repúblicas constitutivas- mientras que la España actual, en la que un buen tercio de la ciudadania reclama en vano el derecho a decidir sobre su relación con España, es un paraíso democrático.
Para entender esto tal vez valga la pena recordar que hace treinta años el conjunto de fuerzas de la oposición al franquismo -PSOE incluido- era partidario de la autodeterminación. Hasta la mismísima ponencia de la constitución llegó la posibilidad de incluir este derecho en la ley fundamental española. Lo que ocurre es que la constitución no se hizo “en ausencia de violencia”. El ejército franquista estaba allí, dispuesto como siempre a defender la unidad de España e hizo saber a los padres de la constitución cuáles eran sus condiciones: unidad de España, mantenimiento del monarca designado por Franco como su sucesor e inscripción del capitalismo en la norma constitucional. Aceptando estos tres pequeños detalles podría haber democracia en España. Es lo que llama la mafia “una oferta que no podrás rechazar”.
La oferta, como se sabe, fue aceptada con gusto por las fuerzas mayoritarias de la izquierda española que aceptaron la protección a cambio de la obediencia siendo flexibles sobre sus principios con la fundada esperanza de obtener una más o menos generosa parcela de poder. Esa flexibilidad en la que destaca el inefable exsecretario general del PCE Santiago Carrillo Solares, condujo ulteriormente a los pactos de la Moncloa, al pacto del capó con Tejero y sus mandatarios, a la alquímica transformación de la oposición a la OTAN en entusiasmo por esta misma organización armada etc. La transición fue llevada buen puerto en la mayoría del Estado con una mezcla de represión -no olvidemos que este cambio “pacífico” se saldó con varias decenas de muertos- y de reparto de prebendas entre los recién llegados a la política oficial y los de siempre.
El País Vasco fue siempre la excepción. No pasaron ni la constitución, ni la OTAN, ni consiguió el régimen en ningún momento una mayoría social que renunciase a la autodeterminación. En el País Vasco hay un problema político y es que allí no se ha renunciado a la política en favor de una gestión más o menos autoritaria o liberal de la cotidianidad por parte del mercado y del Estado. Este problema político es particularmente peliagudo, porque no afecta sólo al País Vasco como fingen creer tanto ETA como el Estado, sino al conjunto del Estado español. Aceptar el principio de autodeterminación supondría una crisis gravísima para el régimen español. La monarquía, el pacto de hierro con los Estados Unidos, el estatuto particular del ejército como “garante” de la constitución, en suma, las piezas fundamentales del régimen se tambalearían. Por ese motivo el régimen español actual jamás aceptará una solución negociada del conflicto vasco, porque ese conflicto es el constante recuerdo de su inconsistencia como régimen democrático, la memoria de la falla que lo atraviesa, del vacío constitutivo que anida en su seno como trasunto de sus orígenes.
La admirable resistencia del País Vasco a la reforma del franquismo no tiene ninguna posibilidad real de convertirse en proceso constituyente de una nueva realidad democrática en Euskal Herria sin que se haya producido una ruptura democrática en España. El empeño de ETA en seguir el camino de la lucha armada es a este respecto perfectamente contraproducente. Una insurrección democrática y pacífica a favor de la paz, la democracia y la autodeterminación tendría en cambio bastantes posibilidades de obtener un eco importante entre los numerosos sectores de la población española que compartimos estos objetivos. Un País Vasco sumido en una dinámica indefinida de violencia es una garantía de la continuidad del régimen español, pues la violencia endémica puede ser, como se ha visto en Colombia o en Argelia un principio constitucional sólido. Por el contrario, un País Vasco rebelde empeñado en hacer respetar sus derechos de manera pacífica y que luchase con fuerzas españolas y de las demás nacionalidades por la apertura de un proceso constituyente en el conjunto del Estado español recuperaría la simpatía de amplios sectores de la población de este país y tendría posibilidades más reales de lograr su autodeterminación. En esto, por una vez hay que hacer caso al inefable Luis María Ansón cuando observaba que prefería la úlcera del terrorismo que duele pero no mata, al cáncer del separatismo que amenaza la existencia misma del Estado.
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