Por Ricardo Rocha
04 noviembre 2010
He hablado de las matanzas como consecuencias, pero el mal emerge desde muy dentro. Aun debajo de las maltrechas estructuras en que apenas se sostiene este país.
He dicho hasta la saciedad que las reformas dizque estructurales que se han propuesto e implementado en los años recientes no sólo han sido insuficientes. Además han contribuido —por su propio fracaso— a un agravamiento de una especie de depresión colectiva en donde la sensación cada vez mas compartida es que ya no podemos estar peor y que México no tiene remedio.
Pero también he insistido en que todavía es posible construir un futuro prometedor siempre y cuando nos entreguemos cuanto antes a tres grandes tareas largamente postergadas: una auténtica y profunda Reforma del Estado, una revisión y Reorientación del Modelo Económico y una verdadera Revolución Educativa.
La primera porque urge replantear el pacto federal y entre poderes, así como una remunicipalización que evite asimetrías ofensivas y el riesgo de balcanización social. La segunda porque 20 años de neoliberalismo ya rancio y a ultranza ya no dan para más; no es un asunto de conmiseración —“pobrecitos los pobres”—, sino de mercado; a nadie le conviene que haya cada vez más, porque luego quién compra. Y la tercera, porque sólo haciendo la gran apuesta presupuestaria por una educación total, podemos cambiar el destino como lo han hecho países del sudeste asiático con la milésima parte de nuestros recursos y la dosmilésima parte de nuestro territorio. Singapur y Corea no me dejarán mentir.
En sentido contrario, estamos anclados en un pasado reciente pero ya viejo y en un presente violento, incierto y siempre al borde de un estallido social generalizado. Hemos hipotecado el futuro con la deuda externa y la aberración del Fobaproa. Y, según los organismos internacionales, somos un país cada vez más pobre, más desigual, más inseguro, más enfrentado y más corrupto.
Aunque desde luego, el mal mayor es el juvenicidio masivo que estamos cometiendo desde hace dos décadas: la OCDE —que por cierto encabeza el mexicano José Ángel Gurría— nos acaba de informar que son 19 millones 200 mil jóvenes entre 15 y 29 años los que deberían estar y nada más no están en ninguna escuela. La UNAM ya desde hace meses reveló que son 8 millones de ninis que ni estudian ni trabajan. En cambio, de los 228 mil presos en todas nuestras cárceles, 155 mil tienen menos de 28 años. Añada los incuantificables miles que han huido del país. Y no se olvide, por favor, que de los 30 mil muertos de la guerra contra el narco, 18 mil son jóvenes.
En pocas palabras, no sólo hemos tirado a la basura el famoso bono demográfico por torpezas de nuestros gobiernos. Peor aún, hemos criminalizado, menospreciado y empujado a nuestros jóvenes a la exclusión, la ignorancia, la violencia, la muerte o la cárcel.
Una generación asesinada por quienes le antecedimos. Un gigantesco juvenicidio que nadie, con un mínimo amor por este país, podría perdonarse.
Es la última llamada.
He dicho hasta la saciedad que las reformas dizque estructurales que se han propuesto e implementado en los años recientes no sólo han sido insuficientes. Además han contribuido —por su propio fracaso— a un agravamiento de una especie de depresión colectiva en donde la sensación cada vez mas compartida es que ya no podemos estar peor y que México no tiene remedio.
Pero también he insistido en que todavía es posible construir un futuro prometedor siempre y cuando nos entreguemos cuanto antes a tres grandes tareas largamente postergadas: una auténtica y profunda Reforma del Estado, una revisión y Reorientación del Modelo Económico y una verdadera Revolución Educativa.
La primera porque urge replantear el pacto federal y entre poderes, así como una remunicipalización que evite asimetrías ofensivas y el riesgo de balcanización social. La segunda porque 20 años de neoliberalismo ya rancio y a ultranza ya no dan para más; no es un asunto de conmiseración —“pobrecitos los pobres”—, sino de mercado; a nadie le conviene que haya cada vez más, porque luego quién compra. Y la tercera, porque sólo haciendo la gran apuesta presupuestaria por una educación total, podemos cambiar el destino como lo han hecho países del sudeste asiático con la milésima parte de nuestros recursos y la dosmilésima parte de nuestro territorio. Singapur y Corea no me dejarán mentir.
En sentido contrario, estamos anclados en un pasado reciente pero ya viejo y en un presente violento, incierto y siempre al borde de un estallido social generalizado. Hemos hipotecado el futuro con la deuda externa y la aberración del Fobaproa. Y, según los organismos internacionales, somos un país cada vez más pobre, más desigual, más inseguro, más enfrentado y más corrupto.
Aunque desde luego, el mal mayor es el juvenicidio masivo que estamos cometiendo desde hace dos décadas: la OCDE —que por cierto encabeza el mexicano José Ángel Gurría— nos acaba de informar que son 19 millones 200 mil jóvenes entre 15 y 29 años los que deberían estar y nada más no están en ninguna escuela. La UNAM ya desde hace meses reveló que son 8 millones de ninis que ni estudian ni trabajan. En cambio, de los 228 mil presos en todas nuestras cárceles, 155 mil tienen menos de 28 años. Añada los incuantificables miles que han huido del país. Y no se olvide, por favor, que de los 30 mil muertos de la guerra contra el narco, 18 mil son jóvenes.
En pocas palabras, no sólo hemos tirado a la basura el famoso bono demográfico por torpezas de nuestros gobiernos. Peor aún, hemos criminalizado, menospreciado y empujado a nuestros jóvenes a la exclusión, la ignorancia, la violencia, la muerte o la cárcel.
Una generación asesinada por quienes le antecedimos. Un gigantesco juvenicidio que nadie, con un mínimo amor por este país, podría perdonarse.
Es la última llamada.