Por Fausto Fernández Ponte
05 julio 2010
ffponte@gmail.com
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“Fuí a votar y me entero que no votar también es un derecho. Me siento como si tuviera una cruda, pero no culpo a nadie, sino a mí mismo, por ignorante y crédulo que me llevó a votar por votar”.
Camilo Perla González.
I
Los millones de ciudadanos mexicanos que en ejercicio de sus derechos constitucionales optaron por votar o abstenerse descorrieron los velos, una vez más, de la presencia, a nuestro ver insoslayable, de un fenómeno asaz grave, por peligroso.
¿Y cuál es ese fenómeno de tanta peligrosidad? El sentido común --tan elusivo y muchas veces francamente inasible— le señala a no pocos mexicanos, legos y letrados, que adviértese una profunda brecha ideológica y política entre los mexicanos.
Y el desenlace numérico del proceso electoral realizado el domingo 4 de julio en 12 de los 31 Estados Unidos Mexicanos (y un Distrito Federal) y, predeciblemente, la naturaleza misma –de cortedad democrática-- de los comicios así lo confirman.
Lo confirman, asimismo, otros sucedidos, todos ellos –incluyendo la elección misma— registrados en el contexto de un sangriento conflicto fratricida que por éste atributo terrible es una guerra civil bajo cualesquier definiciones epistemológicas.
Ese conflicto, señálese, es, si objetivamente discernido a la luz de las ciencias políticas y sociales, resultado de la descomposición del poder político --indudablemente fallido, por antisocial o antipueblo--, del Estado mexicano.
II
Sin desviarnos del tema, imperativo es mencionar para fines de contextualización pedagógica que esa descomposición ha sido gradual en su primera fase, la que ubicamos de 1940 a 1968 y, más acelerada en su segunda fase, concluida en 1982.
En su tercera fase, iniciada a partir de cronológicamente en 1982, pero en lo político en 1988 (con el golpe de Estado técnico dado por Carlos Salinas), la descomposición del poder político del Estado se aceleró, con más velocidad e intensidad desde 2000.
La fase aguda –lo sustentan los estudiosos de las ciencias políticas y sociales y los tratadistas de la filosofía de la historia-- de la descomposición del poder político del Estado mexicano accedió a intensidad dramática a partir del proceso electoral de 2006.
Pero los ciudadanos que en ésta elección arribaron a mayoría de edad tenían en 2000 sólo ocho años de edad y en 2006 14 años. Éstos electores, junto con los que nacieron desde 1988 conforman mayoría ciudadana en México. No sabe por qué está enajenada.
Pero carecen de referentes históricos, los de 1988, 1994, 2000 y 2006. Esa carencia es secuela del uso, digamos avieso, de los medios de control social (v. gr., el sistema educativo, el andamiaje difusor, etc.) que impide discernir a cabalidad la realidad social.
III
La descomposición ocurrente del poder político tiene una causal: la erosión del precario contrato social a partir de los sexenios posteriores al de Lázaro Cárdenas (1934-40). Al 4 de julio ese contrato social es, en lo fedatario, inexistente. Vero.
Y cierto. Después de la copiosísima votación de 2000 que envió a Vicente Fox a Los Pinos con un mandato que, por compromisos ideológicos y políticos, él jamás pensó usar para cambiar al sistema político y el modelo económico, el contrato caducó.
Hoy –el día siguiente de la elección de ayer--, el poder político del Estado mexicano, renovado en 12 de sus 31 órdenes de gobierno locales (gubernaturas, legislaturas y ayuntamientos), los ciudadanos de éste país están situados en polos antagónicos.
Polarizados, pues. Polarizados, en un primer círculo de exégesis, entre las vertientes tricolor y blanquiazul de la misma mafia del poder, vinculadas ambas a otro poderdante fáctico, el de los cárteles del narcotráfico. Aquella mafia simula; ésta es franca.
Nuestra cultura político-electoral se nutre en esas alfaguaras, invisibles a muchos inducidos, pero evidente a los ciudadanos en movimiento --los informados, progresistas y vanguardistas--, increíblemente cada día más en un extremo de la polarización.
ffponte@mail.com
Camilo Perla González.
I
Los millones de ciudadanos mexicanos que en ejercicio de sus derechos constitucionales optaron por votar o abstenerse descorrieron los velos, una vez más, de la presencia, a nuestro ver insoslayable, de un fenómeno asaz grave, por peligroso.
¿Y cuál es ese fenómeno de tanta peligrosidad? El sentido común --tan elusivo y muchas veces francamente inasible— le señala a no pocos mexicanos, legos y letrados, que adviértese una profunda brecha ideológica y política entre los mexicanos.
Y el desenlace numérico del proceso electoral realizado el domingo 4 de julio en 12 de los 31 Estados Unidos Mexicanos (y un Distrito Federal) y, predeciblemente, la naturaleza misma –de cortedad democrática-- de los comicios así lo confirman.
Lo confirman, asimismo, otros sucedidos, todos ellos –incluyendo la elección misma— registrados en el contexto de un sangriento conflicto fratricida que por éste atributo terrible es una guerra civil bajo cualesquier definiciones epistemológicas.
Ese conflicto, señálese, es, si objetivamente discernido a la luz de las ciencias políticas y sociales, resultado de la descomposición del poder político --indudablemente fallido, por antisocial o antipueblo--, del Estado mexicano.
II
Sin desviarnos del tema, imperativo es mencionar para fines de contextualización pedagógica que esa descomposición ha sido gradual en su primera fase, la que ubicamos de 1940 a 1968 y, más acelerada en su segunda fase, concluida en 1982.
En su tercera fase, iniciada a partir de cronológicamente en 1982, pero en lo político en 1988 (con el golpe de Estado técnico dado por Carlos Salinas), la descomposición del poder político del Estado se aceleró, con más velocidad e intensidad desde 2000.
La fase aguda –lo sustentan los estudiosos de las ciencias políticas y sociales y los tratadistas de la filosofía de la historia-- de la descomposición del poder político del Estado mexicano accedió a intensidad dramática a partir del proceso electoral de 2006.
Pero los ciudadanos que en ésta elección arribaron a mayoría de edad tenían en 2000 sólo ocho años de edad y en 2006 14 años. Éstos electores, junto con los que nacieron desde 1988 conforman mayoría ciudadana en México. No sabe por qué está enajenada.
Pero carecen de referentes históricos, los de 1988, 1994, 2000 y 2006. Esa carencia es secuela del uso, digamos avieso, de los medios de control social (v. gr., el sistema educativo, el andamiaje difusor, etc.) que impide discernir a cabalidad la realidad social.
III
La descomposición ocurrente del poder político tiene una causal: la erosión del precario contrato social a partir de los sexenios posteriores al de Lázaro Cárdenas (1934-40). Al 4 de julio ese contrato social es, en lo fedatario, inexistente. Vero.
Y cierto. Después de la copiosísima votación de 2000 que envió a Vicente Fox a Los Pinos con un mandato que, por compromisos ideológicos y políticos, él jamás pensó usar para cambiar al sistema político y el modelo económico, el contrato caducó.
Hoy –el día siguiente de la elección de ayer--, el poder político del Estado mexicano, renovado en 12 de sus 31 órdenes de gobierno locales (gubernaturas, legislaturas y ayuntamientos), los ciudadanos de éste país están situados en polos antagónicos.
Polarizados, pues. Polarizados, en un primer círculo de exégesis, entre las vertientes tricolor y blanquiazul de la misma mafia del poder, vinculadas ambas a otro poderdante fáctico, el de los cárteles del narcotráfico. Aquella mafia simula; ésta es franca.
Nuestra cultura político-electoral se nutre en esas alfaguaras, invisibles a muchos inducidos, pero evidente a los ciudadanos en movimiento --los informados, progresistas y vanguardistas--, increíblemente cada día más en un extremo de la polarización.
ffponte@mail.com