La Constitución mexicana de 1917 fue la primera en el mundo que reconoció la huelga como un derecho de los trabajadores (luego le seguiría la alemana de Weimar en 1919). En su fracción XVII establece: “Las leyes reconocerán como un derecho de los trabajadores… las huelgas…”, y en la XVIII precisa: Las huelgas serán lícitas cuando tengan por objeto conseguir el equilibrio entre los diversos factores de la producción, armonizando los derechos del trabajo con los del capital”. En la primera edición del segundo tomo de su Derecho mexicano del trabajo (Porrúa, 1949, p. 810), el maestro Mario de la Cueva la definió así: “La huelga es el ejercicio de la facultad legal de las mayorías obreras para suspender las labores en las empresas, previa observancia de las formalidades legales, para obtener el equilibrio de los derechos e intereses colectivos de los trabajadores y patronos”.
Con la excepción del sexenio cardenista (1934-1940) el derecho de huelga fue invariablemente burlado y violado por el gobierno priísta. Desde Salinas de Gortari, la divisa de los gobiernos derechistas y reaccionarios que padecemos se ha distinguido por buscar la destrucción sistemática de ese derecho, si no legislativamente, siempre en los hechos. Antes, en mis tiempos mozos, un buen abogado podía preservarlo y hasta ganar en buena lid en los tribunales. Las huelgas hoy ya no las ganan los trabajadores. Cuando mucho, se las puede negociar con ciertas desventajas, cosa que ocurría muy a menudo en el pasado, pero no con tantas limitaciones como ahora.
Hay muchos modos autoritarios de conjurar las huelgas. Ya desde los tiempos de De la Madrid (caso de los trabajadores nucleares) era usual, por lo menos en el sector público, desmantelar o desaparecer las empresas y dejar en la calle a los trabajadores sin darles siquiera la oportunidad de defenderse. Eso podía ser legal, pero abiertamente anticonstitucional. Ahora sucedió con la liquidación de Luz y Fuerza del Centro. Ese acto fue anticonstitucional e incluso ilegal, y los trabajadores, “despedidos” de esa forma, quedaron totalmente indefensos. Con ello se anularon más de cien años de progreso del derecho del trabajo en México y se volvió a los viejos buenos tiempos de la revolución industrial en Inglaterra, cuando se encadenaba a los trabajadores para que no pudieran escapar.
La derecha en el gobierno es retrógrada y dispuesta siempre a la barbarie. En la Constitución la fuerza de trabajo, los hombres que trabajan para mantenerse y viven de su trabajo, es la primera riqueza de la sociedad mexicana. Sin ella no hay producción, se repitió hasta la saciedad en el Constituyente de 1917, y sin producción no hay riqueza posible. Para nuestros gobernantes derechistas las clases trabajadoras (incluidos los clasemedieros) son sólo un alimento para la riqueza personal de los empleadores y es absolutamente desechable. La enseña de sus gobiernos no es la protección y el cuidado de la sociedad, sino el procurar a los empresarios (mejor si son extranjeros y españoles o gringos) el máximo de ganancia y de beneficio. Al resto le reparten sólo migajas.
Al orangután, despiadado y carente de cerebro, que tenemos en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, eso le parece la verdadera ley de la vida y se muestra continuamente indignado de que los trabajadores, vencidos y pataleando, literalmente, todavía se atrevan a defenderse apoyados en la ley y en la Constitución. A los liliputienses perrillos falderos que tiene en la secretaría, con títulos, pero sin estudios, los lanza continuamente a ladrarles a los litigantes de los trabajadores en problemas y a quienes se atreven a denunciar sus iniquidades y felonías. Para ellos, los trabajadores están en el paraíso y les resulta indignante que se atrevan no sólo a revelarse dentro de la ley, sino que no le reconozcan a su gobierno derechista y ultramontano lo bueno que ha sido con ellos.
La huelga, como derecho colectivo, es la única arma que los trabajadores tienen para equilibrar su situación y su poder de negociación frente a los patronos y el Estado debe protegerlo. La huelga siempre será costosa para los empresarios, pero también lo es para los trabajadores. Ellos hacen sacrificios indecibles mientras luchan y su recompensa no ha sido nunca la destrucción de su patrón, sino la restauración de un estado en el que la empresa se mantiene incólume y los trabajadores satisfacen sus demandas, siempre dentro de la ley. Para los derechistas, las huelgas son agresiones a la sociedad y así lo enseñan en sus escuelas de derecho.
Hoy estamos ante la destrucción que se antoja por momentos definitiva del derecho de huelga. Y su defensa sigue siendo, por desgracia, sólo un asunto de los mismos trabajadores. Derrotados una y otra vez por los malos gobiernos, siguen siendo sus únicos defensores. A la sociedad, domesticada como está, no sólo no le interesa, sino que le molesta, por aquello de los desmadres que ocasiona y los inconvenientes que provoca. En esta sociedad cada vez es más indeseable el derecho del trabajo y más irrelevante la situación de nuestra clase obrera, grandes o pequeñas que sean sus organizaciones y peor cuando ni siquiera están organizados.
La villanía de que han sido objeto los trabajadores mineros de Cananea no tiene nombre. Después de casi dos años y medio de una resistencia imbatible a través de los cuales los mineros huelguistas supieron sobreponerse a todas las embestidas patronales y gubernamentales (lograron revertir todos los fallos de una prostituida Junta Federal de Conciliación y Arbitraje que les declaraba inexistente su movimiento de huelga), hasta que a algún abogado, derechista y metalizado, se le ocurrió denunciar que la mina ya no estaba en condiciones normales de funcionar. Entonces la justicia federal se fue, finalmente, contra los mineros y declaró su huelga sin materia, vale decir, sin causa justificada, lo que desde un principio se vio que era una falsedad.
Los monstruosos agravios que la derecha, a través de sus gobiernos, principalmente, está consumando en contra la sociedad, la tienen sin cuidado. En su visión de las cosas, el pueblo, como en tiempos del PRI, sigue aguantando todos esos agravios y no sabe responder o se conforma con su suerte. A nadie en la sociedad parece importarle el hecho de que 44 mil electricistas sean echados a la calle o, por su propia decisión, estén consumiéndose en una huelga de hambre en el centro de la ciudad (ahora hasta se pide, para bien del mundial, que se les eche del Zócalo), ni, mucho menos, que mil doscientos mineros de Cananea sean víctimas de la ofensiva de la derecha contra la huelga y se ocupe policialmente su centro de trabajo.
Estamos entrando de lleno al paraíso social que la derecha siempre ha soñado: una sociedad sin trabajadores rijosos que sólo molestan con sus imprudentes demandas (todo lo que un trabajador muerto de hambre exige resulta imprudente) y, claro, un gobierno que sabe ponerlos en cintura. ¿Sabrán, realmente, los derechistas qué vendavales están a punto de desatar?