Por Jorge Lara Rivera¿Por qué hay un Día Internacional de la Mujer y no un Día Internacional del Hombre? ¿Realmente será necesario etiquetar, de manera específica, leyes especialmente destinadas para las mujeres, cuando la mayoría de las sociedades contemporáneas se han proclamado y se asumen igualitarias? ¿No entraña esa práctica una forma de discriminación? ¿Para qué las instituciones de Equidad de Género? ¡Cómo hemos llegado a esto!
Permítase una digresión historicista: fue el 19 de marzo de 1911 cuando en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza se celebró, por primera vez, el Día de la Mujer a resultas del acuerdo tomado por participantes de la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas Trabajadoras, realizada en Copenhague ese mismo año. La delegación alemana propondría más tarde (1913), que el festejo se realizara cada 8 de marzo para honrar la memoria de las precursoras. Es historia conocida la muerte, en 1857, de 146 trabajadoras textiles en la fábrica Cotton, de Nueva York (Estados Unidos), en un incendio provocado por esbirros patronales ante su negativa de abandonar el encierro con el que protestaban por los bajos salarios y las infames condiciones de trabajo que padecían. Justamente la conmemoración este año, en nuestra capital yucateca, cuyo programa de actividades incluyó la participación de destacadas integrantes (Melba Alfaro, Patricia Garfias y Verónica García, entre otras) del Centro Yucateco de Escritores, A.C., suscita esta meditación.
Volviendo al punto: aún de manera hipotética, hay que suponer que esa jornada internacional resulta necesaria para reflexionar sobre los logros alcanzados y acerca de los pendientes en la búsqueda del respeto a esa mitad de la especie humana –el componente femenino– donde están nuestras abuelas, madres, hijas, esposas, hermanas, tías, primas, amigas, compañeras de trabajo, etc. Y, ciertamente, a nadie se le ocurre que los varones necesiten un día internacional por idéntica búsqueda, ya que a través del tiempo han sido ellos los opresores, más o menos conscientes y, a menudo, verdugos violentos de ellas.
Quizás esas normas ‘etiquetadas’ se precisen ante la desalentadora y abrumadora evidencia de que las leyes generales son, frecuentemente, obviadas cuando en los casos están involucradas mujeres. Y advertir cómo no son discriminantes, pues frente a la brutal desventaja en la diferencia de condiciones sociales para hombres y mujeres, están destinadas a acelerar el proceso de integración igualitaria de éstas al presente. Acaso el Instituto para la Equidad de Género encarne una medida temporal, tomada con urgencia ante la apremiante necesidad de responder, ya, al vasto rezago histórico al que las mujeres se han visto constreñidas por refinadas formas de discriminación; tal vez esas instituciones sean imprescindibles hoy para desalentar las prácticas abusivas o de indiferencia social contra la mujer.
Cabe explicar: si, históricamente, los movimientos sociales tendientes a conseguir reconocimiento a la condición humana de sus impulsores, a su dignidad y derechos han encontrado resistencias terribles, es en el caso de la marginación hacia las mujeres donde, con saña, los poderes fácticos han mostrado mayor cerrazón y eficacia; esto se debe, en gran medida, a que todos los aparatos ideológicos de la comunidad (religión, educación, derecho, economía, moral, etc.) condicionan al individuo para no percibir el problema, tornándolo ‘invisible’ y favoreciendo, por la incomunicación entre los agraviados, la continuidad de la injusticia asumida como algo ‘natural’. Aún más: la perpetuación de tal indignidad es, a menudo, imbuida por las propias mujeres quienes, sin caer en la cuenta del complejo injusto en que viven, alientan obcecadamente su preservación. Así abuelas, madres, hijas, hermanas, esposas, novias viven muchas veces adoctrinadas por esos aparatos, sin percatarse de la inequidad y reproduciéndola y, cuando descubren su enmarañamiento, es ya demasiado tarde.
Hay un vínculo claro entre mujer y liberación, y los hombres hacemos bien en empezar a comprenderlo. No es sencillo renunciar a privilegios ilógicos, pero es lo mínimo que puede hacerse si, en verdad, se es solidario con ese componente indispensable de la humanidad.
La lucha de la mujer ha sido y es, en muchos sentidos, el punto de partida de otras luchas, cuestionamientos al orden establecido y de conceptualizaciones de la raza humana en aspectos convergentes y concomitantes. Esto es, particularmente claro, en los procesos liberatorios del cuerpo, pero también en la recuperación del derecho a la emocionalidad explícita de los varones, en la que el feminismo ha tenido un papel eminente, en especial por revelarnos la plasticidad cultural de los roles hombre/mujer y su sospechoso encasillamiento, según designios, deliberadamente ocultados, que buscan escindir la indisoluble unidad de la especie, provocando la despersonalización, la fragmentación y el encono que requieren aquellos para lograr el control, la sumisión, la subordinación y el avasallamiento de los seres humanos.
Al respecto, en el imaginario popular son importantes las representaciones simbólicas de la satanizada Lilith en la tradición hebraica y la de la execrable ‘Xtabay en la maya, con relación a libre ejercicio de su sexualidad; y la de la griega Lisístrata, con su notable añadido político. Pero no lo es menos y, acaso más inquietante, la percepción social que de ellas se tiene como transgresoras del tabú que se impone a las mujeres.
Sobre la política, no ha de omitirse mencionar figuras históricas y ficcionales como Haheptsu, Cleopatra, la Malinche, Isable I de Inglaterra, la misma Lisístrata; pero también las Ecclesiazusas (travestidas en su asamblea mujeril) y las sufragistas inglesas y europeas que hubieron de encarar un fuerte rechazo.
En el campo de la cultura, hay dos ‘lugares comunes’ emblemáticos: la matemática Hypatia de Alejandría y la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, víctimas propiciatorias en la conquista del derecho de la mujer al conocimiento, cuyas experiencias nos previenen de la recepción social a esa pretensión, festinada en los hombres, cuando proviene de mujeres. Aún cabe citar en este campo, entre otras, si bien con matices distintos, a Virginia Woolf, Sylvia Plath, Alfonsina Storni, Rosario Castellanos, ejemplos más o menos claros de casos de presión emocional y psicológica, e incluir también a George Sand y Fernán Caballero, con identidades trastocadas por el nombre, y a Mary Shelley, obliterada durante mucho tiempo tras la figura de su esposo.
Los terribles sucesos acaecidos a las trabajadoras hilanderas que en 1857 cometieron el inadmisible pecado de pedir un poco de compasión para su necia fisiología (querer comer, necesitar descanso, oponerse a su embrutecimiento y a la enajenación maquinal), nos previenen acerca del talante de los opresores de siempre. Y las contradicciones personales y contrastes sociales por doquier, en el mundo, nos alertan que siguen vigentes y actuantes las trampas de explotación, prejuicio, intolerancia, supersticiones, violencia y egoísmo, nuestros antiguos enemigos que vuelven, de tanto en tanto, con nuevas máscaras.
Omitidas o explícitas, silenciadas o contestatarias, las luchas de las mujeres por acceder a un pleno reconocimiento de su condición humana han alcanzado algunos éxitos, pero no en todas partes ni en igual proporción. Y es tan vasta la ignominia de su marginación que, indudablemente, queda a la humanidad un largo camino por recorrer, pero –ciertamente– en él no van ya tan solas.
Ha sido un tiempo de batalla arduo y extensísimo. No ha concluido, mas luces de liberación se anuncian al alba de nuevos y mejores días para la mujer.
La apertura social, a duras penas conseguida por la cuestionante mentalidad de las mujeres organizadas, pero también la repercusión de su esfuerzo en y con los grupos de conciencia de las minorías (gente de color, sexualidades alternativas, naciones originarias, migrantes, etc.) es lo que conmemoramos el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer; al hacerlo, nos sostenemos, junto a ellas, en la esperanza de lograr para toda la humanidad mejores expectativas de calidad de vida en el espacio tiempo que nos ha sido dado habitar.