Editorial
Derrotado militarmente en Irak, y políticamente en Estados Unidos, desprestigiado por el peso de sus propias mentiras y en el tramo final de una presidencia menguante que deja saldos de desastre en su país y en el mundo, George W. Bush, después de seis años de olvido, voltea a ver a la que fuera la más sólida región de influencia de Washington: América Latina. Pero la gira que el gobernante estadunidense emprenderá esta semana por cinco países de esta zona -incluido el nuestro- ocurre en un contexto nuevo, en el que diversos países del hemisferio han empezado a transitar por proyectos nacionales independientes que cuestionan frontalmente los afanes hegemónicos de Estados Unidos en el continente.
El mapa latinoamericano, que hasta hace unos años, y con la excepción de Cuba, era una superficie de sumisión y acatamiento a los dictados económicos de la superpotencia, hoy aparece poblado por ejercicios de soberanía de distinta orientación, pero unidos por el propósito de la integración regional: con todo y sus diferencias, los gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, impulsan propuestas de desarrollo nacional al margen de los dictados del "Consenso de Washington." Por añadidura, las autoridades correspondientes manifiestan abiertamente sus discrepancias con el papel que la Casa Blanca pretende desempeñar en el planeta y en el hemisferio.
En tales circunstancias, el itinerario latinoamericano de Bush refleja una colección mermada de aliados regionales -como Guatemala, Colombia y México, gobernados por grupos derechistas de clara orientación oligárquica-, un socio menor y coyuntural -Uruguay- que terminó acercándose a Washington no por convicción, sino por sus disensos con los otros socios del Mercosur, y Brasil, cuyo presidente, Luiz Inacio Lula da Silva, encabeza el más moderado de los proyectos de desarrollo alternativo, y cuyo gobierno, sabedor de su condición de potencia regional, se empeña en un complejo juego de equidistancias.
De no ser por la lamentable alineación de los gobiernos de Felipe Calderón, Oscar Berger y Alvaro Uribe, Bush no tiene nada que esperar de América Latina, salvo el repudio. El texano hizo de la "guerra contra el terrorismo internacional" la divisa central de sus dos periodos, y el subcontinente no tiene nada que hacer en esa aventura neocolonial y sangrienta. Las propuestas de intercambio económico sobre bases justas y equitativas fueron descartadas de antemano por Washington, cuya iniciativa de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) buscaba imponer a toda la región términos de intercambio tan depredadores como los que padece desde hace 13 años nuestro país en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El otro gran tema de la relación entre Estados Unidos y América Latina, la migración, ha sido convertido por la clase política de Washington en asunto de demagogia electorera y la Casa Blanca carece ya de cualquier margen político razonable -por no decir de voluntad- para lograr acuerdos bilaterales o regionales en la materia o, cuando menos, una regulación interna menos lesiva y agraviante que la actual para los millones de trabajadores latinoamericanos -andinos, centroamericanos, caribeños, mexicanos- que viajan a territorio estadunidense en busca de empleo.
En suma, esta región no tiene nada bueno que esperar de una presidencia estadunidense hundida en el desprestigio y en el repudio doméstico y mundial. Por ello, el inminente periplo de Bush por cinco países latinoamericanos será una gira en el vacío.
Una vergüenza que nuestro país a través de un pelele pretenda seguir siendo el criado de un perdedor genocida que se pierde en un abismo, ah, pero el usurpador quiere que nos lancemos con éste al desprestigio y la deshonra.
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