Gustavo Iruegas
Parece estarse abriendo la posibilidad de que las relaciones entre los gobiernos de México y Cuba encuentren un cauce por el cual se puedan conducir con el mínimo de comedimiento, formalidad y discreción que la diplomacia requiere para ser efectiva.
No obstante, si la restauración se consigue, será porque los determinantes permanentes de la relación -historia compartida en la colonia, solidaridad mutua en las luchas por la independencia y, de manera especialmente eficiente, la continuada interacción entrambas sociedades- han mantenido su carácter gravitacional sobre los dos gobiernos. Aun así, los determinantes circunstanciales -el orden internacional hegemónico, la persistencia del régimen revolucionario en Cuba, la desastrosa regresión política del gobierno de México, así como el fracaso del neoliberalismo y el correspondiente ascenso de las fuerzas progresistas en la región- ejercerán la influencia correspondiente. Tampoco serán ajenos los elementos incidentales que indujeron la desavenencia o que han resultado propiciatorios de la reconciliación. Igualmente se dejarán sentir los efectos de la actuación personal de los actores involucrados.
Además de las reiteradas declaraciones de la cancillería mexicana expresando las intenciones de arreglar las cosas, el gesto que ha abierto las expectativas de reconciliación ha sido la declaración del canciller cubano en el sentido de que considera la actitud mexicana asumida en el actual Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas como positiva, después de que el caso Cuba fue retirado de la agenda inquisitiva del Consejo. La expresión "actitud positiva" no debe sobredimensionarse. México no salvó a Cuba. Cuba ganó su batalla. Quienes consideren que la actitud de México en el Consejo de Derechos Humanos fue algo más que un acto de rectificación de una política errada deberían considerar que el delegado de México representa ahora a un gobierno de facto y a un régimen policiaco y que, por lo mismo, está imposibilitado de armar un alegato creíble en defensa de la democracia y de los derechos humanos en un foro internacional. No hace mucho tiempo que por ese motivo, el mismo funcionario fue increpado en un foro parlamentario europeo cuando exponía las bondades del nuevo Consejo de Derechos Humanos.
La participación mexicana en la confrontación cubano-estadunidense en la Comisión de Derechos Humanos (CDH) fue generalmente marginal salvo una ocasión en que la votación fue contraria a Cuba por un voto que pudo haber sido el mexicano. El verdadero efecto del voto contrario de México fue sobre la relación bilateral. Fue resultado, en primer lugar, de la derechización del gobierno y de su ávida pretensión de ganar la buena voluntad del gobierno de Estados Unidos. Fue también producto del carácter blando y el ingenio romo del presidente Fox y de los arrebatos viscerales de uno de sus cancilleres y la desmañada ignorancia del otro. Del cambio de actitud en la CDH se pasó a la querella, al altercado, a la reyerta y al escándalo en ambas sociedades. Los párvulos de la diplomacia mexicana pensaron que cruzarían ese pantano sin mácula alguna. Las manchas están ahí y son indelebles. Por ellas serán recordadas su gestión y sus personas.
Sin embargo, la relación especial que guardan México y Cuba -que sólo tiene paralelo en la que se sostiene con España- es resistente a incidentes, desacuerdos y hasta a los despropósitos de los gobiernos. En la historia de las dos relaciones hay episodios de afinidades y divergencias entre los gobiernos que no han logrado ahogar la interacción de las sociedades. Durante el tercer cuarto del siglo XX los dos gobiernos guardaban cierta afinidad; la que permitía el carácter revolucionario del cubano y el origen revolucionario del mexicano. La política exterior de ambos gobiernos contenía principios comunes que permitieron momentos de aproximación y coincidencia que alcanzaron las alturas poco comunes de la solidaridad: La autodeterminación de los pueblos y la no intervención, los más destacados. Fue al influjo de esa solidaridad que en el cuarto de siglo siguiente las relaciones entre los gobiernos de México y Cuba conservaron niveles de aparente afinidad, aunque eran en realidad de condescendencia. México había reorientado su economía al modelo neoliberal, elevado su relación con Estados Unidos al carácter de estratégica y, lenta y taimadamente, reorientaba su política exterior a una de tono pragmático en contraposición a la basada en principios que practicaron los gobiernos emanados de la revolución constitucionalista.
Al iniciarse el siglo XXI el gobierno de México, ya neoliberal y derechista, desplazó electoralmente al régimen igualmente neoliberal pero seudo nacionalista y se presenta internacionalmente como un campeón de la democracia y de los derechos humanos, que presentaba al cobro un pretendido bono democrático. Automáticamente se inició la confrontación con el gobierno revolucionario de Cuba y la esperanza democrática se desvaneció rápidamente. Antes de terminar la administración foxista se abandonó el compromiso con la democracia y los derechos humanos y, desde el mismo partido, con la misma ideología y el mismo modelo económico, México pasó a ser gobernado por un usurpador que administra un régimen policiaco y se sostiene en las fuerzas armadas.
Los gobiernos de México y Cuba representan ahora los extremos del espectro político latinoamericano y por lo mismo la recomposición de la relación diplomática que se busca es muy deseable. Serviría para que las posiciones encontradas tengan canales de comunicación y los contactos puedan dar curso a algunas necesidades de orden material. Pero no para mucho más. El nivel de las relaciones solidarias entre gobiernos afines y progresistas está reservado para cuando México salga de la ciénaga de la corrupción y anide en una nueva República. Sabemos que Cuba esperará paciente ese momento.
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