Víctor Flores Olea
Es creciente la queja sobre la desorganización de la política: el nulo nivel de la discusión y las propuestas, la desaparición de los liderazgos y personalidades, el espectáculo de la política como prolongación de los intereses de los negociantes. Sí, la política que abandona sus funciones primarias y se limita a simple consejo de administración empresarial.
Por eso es que se interpreta como estancada la transición a la democracia, que no es sólo una cuestión de eventual alternancia, sino lo más importante: ¿a quién sirve la política? ¿Se hace en nombre de qué beneficiarios o intereses? Si no se responden estas preguntas la vida política asume una niebla impenetrable: por cierto, no sólo en México, sino en prácticamente todos los países del mundo. La democracia, como se concibió en sus orígenes, ha sido traicionada y negada. La acción para el bien público se ha convertido en su contrario: la manipulación para el beneficio privado, para una mayor concentración de la riqueza, para el provecho de los pocos. Si se asume esta evidencia, los desbarajustes políticos que repudiamos (inclusive la corrupción y los delitos), se explican de manera transparente.
Pero una novedad, que también lo es mundial, es que los aparatos de comunicación, sobre todo la televisión, se han convertido en el Gran Mediador entre los sistemas políticos al servicio de los intereses privados concentrados y la ciudadanía. Es verdad, no hay homogeneidad plena en los medios, y caso notable es La Jornada, que dice mucho de lo que no quieren decir los otros. Y lo es también Internet que, a pesar de la penetración de los intereses mercantiles, conserva libertad en amplios sectores de su contenido: los sistemas de comunicación inevitablemente tienen sus propias fisuras de corrección, de negación. ¿Se trata de excepciones? Por supuesto, y por eso vale la pena mencionarlos.
Una de las variantes es que los partidos políticos, que históricamente, en todas partes, han fungido como los mediadores democráticos entre el Estado y la ciudadanía, entre la opinión pública y el poder político, han dejado de cumplir su función. Y la han dejado de cumplir porque en vez de representar a la ciudadanía se han puesto al servicio de los intereses de la política real, de la real economía, siendo sustituidos en buena medida por los medios de comunicación, que pretenden establecerse como el nuevo Gran Mediador entre el poder y la ciudadanía.
De ahí la nula función de los partidos políticos, el desprestigio de su representatividad, la desconfianza y desprecio de la ciudadanía hacia los mismos. Es verdad que la mediocridad de los políticos y de la política, y la ausencia de liderazgos han jugado su papel en esta demolición. Pero insisto: el hecho más importante es que los partidos han dejado de cumplir en gran medida la función representativa de su origen y hoy los vemos, la mayoría de las veces, en su función creadora de leyes en el Legislativo, apenas como dóciles subordinados de los intereses económicos. Desplazamiento de su tarea original y sometimiento resignado a otros intereses que no son los de la ciudadanía: he aquí la doble razón del actual desprestigio y fracaso de la política y de los partidos.
Desprestigio, naturalmente, que no es compensado ni de lejos por el nuevo Gran Mediador comunicacional, que se ostenta también como un amasijo de intereses en que se mezclan monopolios, contubernios, alegato en su nivel más primitivo en favor del establishment conveniente a sus intereses, El nuevo Gran Mediador es también el nuevo Gran Espurio de la vida política contemporánea, y en México el fenómeno es abrumador.
Lo anterior es absolutamente visible y causa principal de frustración de la ciudadanía. Frente a ello, se han ido configurando dos respuestas in extremis: por un lado, se sostiene que debemos abstenernos de asistir al próximo sufragio como una clara señal ciudadana de repudio y disgusto. Tengo graves dudas de que sea el mejor camino, porque los aparatos de poder no recogerían la señal, sino que la interpretarán cómodamente como una luz verde para seguir adelante por la misma vía de la corrupción y la subordinación. En la práctica sería también una convalidación de lo existente.
Entre quienes siguen pensando en la relativa legitimidad de los partidos encontramos dos tendencias: para una, la situación actual es simplemente la oportunidad del ascenso y el aprovechamiento, de continuar medrando con lo actual. Para los otros, entre quienes seguramente no sólo hay gente de buena fe sino con deseos y talento para cambiar la situación, la concurrencia a los próximos sufragios sería una oportunidad para iniciar el cambio, al menos para dar señales de que por la vía electoral algo, si no el total, debe comenzar a renovarse. Me parece que debemos estar con quienes se definen por esta oportunidad, aun cuando muchos la veamos como demasiado remota, difícil. Pero me parece que el intento de hacer política diferente debe apoyarse, por más complicada que parezca la realización de su objetivo.
Pero, ¿será de verdad la mejor ruta para avanzar en la vía de nuestra positiva y efectiva transición democrática? En todo caso no se percibe otra a la vista. Simplemente es útil recordar de veras cuáles son las reales causas del fracaso de la política en México: el reino que por lo pronto parece inconmovible de los intereses particulares. ¿Cómo hacer para que la política se convierta en serio y de verdad en res publica, en asunto de la polis, es decir, de la ciudadanía en su conjunto? Mucho habrá que esforzarse, por ejemplo con la reflexión y denuncia de La Jornada, en definitiva con su reciedumbre y valor ético insobornable, y que seguirá entonces teniendo una importancia capital.
El regreso a casa es siempre motivo de júbilo. Por eso agradezco su acogida a Carmen Lira y a Luis Hernández Navarro, quienes me brindan la oportunidad de estar otra vez en contacto con los lectores de La Jornada, por ahora con una frecuencia quincenal.
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